El coronel Gerineldo Márquez, que
luchó por el fracaso
con tanta convicción y tanta lealtad
como antes había luchado
por el triunfo, le reprochaba su
temeridad inútil. “No te preocupes”,
sonreía él. “Morirse es mucho más
difícil de lo que uno cree”
Cien años
de soledad.
Ahora se muere gente que antes nunca
se moría.
Gabo
Ha muerto Gabriel García Márquez, Gabo para los que le
adorábamos, Gabito para sus amigos íntimos y familiares. Desde los años noventa
cuando superó un cáncer linfático, carroñeros de la palabra y desaprensivos con
afán de notoriedad y mercantilismo, se lo habían estado cargando
permanentemente. Siempre estaba a punto de morirse, y siempre se despedía con
una carta ñoña, blandengue y lacrimógena, siempre la misma carta, al más puro
estilo de la literatura barata de autoayuda que algún imbécil tuvo el placer
obsceno y morboso de hacer circular por Internet todos estos años, dando
vueltas y vueltas al mundo, hasta no hace mucho por cierto, que volvió a entrar
en mi correo electrónico. Pobre Gabo, el, que había dicho que toda su vida se
la había pasado levantándose temprano para ver si era capaz de escribir una
historia que nadie jamás hubiera contado antes y que sirviera para hacer feliz
a un lector imposible. El, que había predicado el periodismo como la profesión
más bella y con más probabilidades de honestidad del mundo. Poco después de una
de esas primeras crónicas de una muerte mal anunciada, Gabo desmentía su muerte
inminente en una entrevista publicada por El País. Me atreví a mandarle la entrevista
a una profesora que me había enviado la linda carta de despedida del anónimo no
ilustrado y la profesora ya nunca me miró igual, más bien dejó de mirarme, y es
que a veces el sentido del ridículo se lleva a la humildad por delante.
En fin,
que ahora va en serio. Ha muerto Gabo, desde Cervantes y Shakespeare, de los
que ya hace más de cuatrocientos años, y junto a ellos; el mejor escritor de la
historia de la literatura universal.
Lo
empecé a leer, como la inmensa mayoría de los mortales, poco después de que le
concedieran el premio Nobel en el 1982. Debió ser al año siguiente o al otro,
cuando mi primera suegra me regaló una edición barata de Cien años de soledad que a su vez a ella le había regalado La Caixa
por Sant Jordi, cuando los bancos, todavía regalaban algo.
Y
resultó una experiencia desconcertante. Para un joven de diecisiete años como
yo en aquél momento, acostumbrado a las lecturas generacionales y
“obligatorias”, bueno, con la excepción de la tetralogía de Lawrence Durrell, leer
Cien años de soledad fue un verdadero
seísmo literario ¿Se podía escribir de aquella manera? ¿Se podían romper todas
las reglas e inventar otras nuevas dentro de la ruptura, la irreverencia formal
y la imaginación más desbordantes? Se podía. Pero seguramente yo no supe
entonces sacarle todo el jugo. Después los críticos dieron con la etiqueta y a
esa nueva manera de escribir le llamaron realismo mágico y desde entonces,
miles y miles de escritores no hemos parado de intentar poner magia a la
realidad de nuestras escrituras. El realismo mágico nacía para convertir lo
inverosímil en verosímil, para arrastrarnos a la más pura fantasía e irrealidad
con todos los ingredientes de lo cotidiano, para arrastrarnos, sin remedio,
hasta los brazos de su literatura.
Años más
tarde, volví a leerlo en mis últimos cursos de estudiante de filología y me
ratifiqué en mi pasión. Con un grado mayor de madurez, habiendo ya leído a
otros representantes del boom americano, esta vez, pude disfrutar aún más de
una segunda lectura, sin necesidad de ahondar en formalismos, simplemente
abandonándome al puro placer de la palabra.
En esa etapa, sobre finales de los ochenta, yo diría que
en el 89, una vez estuve muy cerca de él, no sé si tanto como leyéndolo o no,
pero desde luego, muy cerca físicamente. Estaba esperando mesa en un
restaurante de la calle Copérnico de Barcelona que se llamaba Los inmortales,
me acompañaban tres amigas tres, sí, en una época en la que yo leía casi tanto
como alternaba para amortizar y desbravar mi rabiosa juventud cuando de repente
entró Gabo en el restaurante acompañado de dos mujeres aproximadamente de su
edad. No reparé en ellas, pero tiempo después pensé que bien podrían ser su
mujer Mercedes Barcha y su editora Carme Balcells. El mâitre salió a su encuentro
y los acompañó raudo a una mesa que supongo y quise pensar, ya tendrían
reservada mientras mis amigas y yo seguimos esperando. Pero para mí, aquella
cena ya no iba a ser lo mismo. Me la debatí toda entera con el dilema de si
debía o no, si era capaz o no de ir a pedirle un autógrafo. Todos somos un poco
fetichistas y yo en particular, para estos asuntos no soy una excepción. Yo ya
era escritor, lo era desde niño, lo admiraba, yo aún había sido incapaz de
terminar una novela, apenas había publicado mis primeros poemas y relatos en
publicaciones universitarias y tenía allí, a escasos metros a Gabo, todo un
nobel de literatura, pero no cualquier nobel de literatura. Era Gabriel García
Márquez, joder.
Y ahora,
desde hace casi un año, me puse a leer por tercera vez los cien años…, pero
esta vez en soporte digital, con mi Ipad, sobre cuyo texto y pantallas hago mis
modestas anotaciones. Y la voy leyendo, paladeando sorbito a sorbo como el buen
vino, en tragos cortos.
Lo que
más me fastidia de su muerte es que al final, los impostores cibernéticos que
la venían persiguiendo desde los años noventa se salieron con la suya
Y lo que
no me preocupa lo más mínimo es que a pesar de su muerte se cumple el tópico,
nunca más cierto y honroso, de que sigue vivo a través de su obra, ese es el
mayor propósito de un escritor: seguir vivo a través de sus libros y eso, Gabo
lo ha conseguido como nadie.
Y seguiremos
leyéndolo hasta que seamos nosotros los que caigamos en las garras de la parca.
Muy bueno Jordi, me ha gustado mucho leer.
ResponderEliminarBello, gracias! Una cosa: ¡como que entes fuiste poeta y finalmente tuviste que conformarte bla bla bla? Poeta o se ES siempre o nunca se ha sido
ResponderEliminarMuy bueno. Gracias!
ResponderEliminarGracias Inma, gracias Cecilia y gracias Maria del Mar. En cuanto a lo de ser poeta... quizás tengas razón María del Mar, quizás siga siendo poeta y no lo sepa, quizás lo soy y no escriba poesía...
ResponderEliminar