La primera vez que la vi yo tenía catorce años.
Cuando mi madre me mandaba a comprar el pan yo arrugaba el morro porque el recado suponía interrumpir esos partidos de fútbol en la plaza del pueblo, con una portería pintada en una pared de piedra del ayuntamiento, y la otra, imaginada entre dos columnas de los soportales. Además, había que subir la calle de la pajarería, una calle empinada a la que llamábamos la cuesta del pan. Llegabas hasta arriba sudoroso y allí se encontraba el horno de los Martínez. Suerte que el olor del pan horneándose tiraba de ti a la largo de la cuesta, como si ese aroma fuera un hilo imaginario o un imán que te arrastraba con progresiva seducción hasta llegar a la meta.
Ese día íbamos ganando cincuenta y seis a catorce cuando mi madre, como de costumbre, asomó por una esquina de la plaza y me gritó que dejara la pelota y fuera a buscar el pan antes de que llegara mi padre de la era para comer. Otras madres hacían el recado ellas solas por las mañanas, mientras todos estábamos en la escuela, pero mi madre tenía esa virtud de suspender nuestros partidos consiguiendo que todos se fueran a comer a sus casas. Ella era la que daba el pitido final, y todos se reían de mí al ver que después del esfuerzo del partido aún me quedaba por vencer esa jodida cuesta del pan antes de comer.
Era un día radiante del mes de junio. Llegando al final de la cuesta, notaba el cosquilleo de las gotas de sudor recorriéndome las sienes y la espalda. La puerta del horno de los Martínez ese día estaba cerrada, al otro lado del cristal colgaba un cartel con la leyenda Vuelvo en unos minutos. Me quedé un instante pensativo mirando el cartel, dejé pasar un par de minutos y pensé que si llegaba tarde me iba a caer una regañina sin tener culpa. Me separé de la puerta principal y observé que bordeando la esquina, por la calle paralela, bajando a la izquierda, había un portón medio abierto que bien podía pertenecer al horno. El aroma inconfundible de la harina tostada me llevó hasta el portón, asomé la cabeza y terminé por franquear el quicio.
Y allí estaba Maripili.
–¿Tardará mucho la señora Martínez? Es que tengo que llevar el pan a casa antes de que llegue mi padre a comer.
Y Maripili, sin dejar de concentrarse en su trabajo me contestó sin apenas mirarme:
–Unos minutos, solo unos minutillos de nada…
Avancé un par de pasos o tres y me abandoné a la imagen de Maripili amasando pan. Vestía una camiseta blanca y por encima llevaba un mandil que le quedaba algo apretado y justo por debajo del pecho. Eso es todo lo que yo podía ver de ella al otro lado de la amplia mesa de panadero. Apretaba la masa blanca con los puños cerrados, le daba la vuelta y volvía a apretarla con fuerza haciendo que sus pechos bailasen de un lado a otro, hacia delante y hacia atrás al compás del tronco en un vaivén que seguía el ritmo de los puños, amasando para delante y para atrás, para delante y para atrás. De tanto en tanto, se mojaba las puntas de los dedos de una mano y humedecía la masa salpicando agua y con los dedos de la otra mano, tomaba un poco de harina de otro recipiente y la espolvoreaba por encima. Con ese aleteo de las manos ora humedeciendo, ora espolvoreando la masa, sus pechos temblaban implacablemente. Algunas gotas de agua salpicaron la camiseta dibujando un pezón. No llevaba sujetador. En algunos de sus movimientos, cuando apretaba la masa, sus antebrazos presionaban sus tetas por los costados, juntándolas y ofreciéndoselas al resultado de su sabio magreo y mi mirada extasiada. Yo no tenía ni idea entonces de lo que significaba la palabra erotismo y llegué inevitablemente tarde con el pan a casa, llevándome la consiguiente bronca de mis padres. A partir de ese día me pasé los siguientes dos años de mi adolescencia yendo a comprar el pan sin que mi madre me lo tuviera que recordar. Pasaba primero por el portón lateral, me quedaba mirando a Maripili amasando la harina hinchada al ritmo de sus pechos descarados, rebosantes, como si una especie de levadura celestial los hubiera puesto ante mis ojos, una ofrenda del destino. Nos hicimos amigos primero. Su sonrisa picarona se convirtió en la cómplice perfecta de mi excitación y un día me invitó a probar a amasar con mis torpes manos la blanca masa de harina, levadura, agua y sal. Y en una de estas, tendría ya dieciséis años, ella dieciocho, mientras ella amasaba el pan mis manos empezaron a amasar los pechos de Maripili, a pellizcar sus duros pezones a la vez que por detrás apretaba sus glúteos con la dureza adolescente de mi pasión. Y nos abandonamos en numerosas ocasiones a ese pecado, ella con sus manos en la masa, yo con las mías en sus pechos blancos de panadera voluptuosa. Aquel horno era nuestro nido clandestino de amor que tanto nos excitaba ante la posibilidad de ser sorprendidos por la señora Martínez o algún vecino.
Pero un día, de repente, al llegar yo al horno de la panadería, Maripili no estaba. En su lugar, estaba haciendo la masa la señora Martínez que me explicó con pesar cómo la niña se había ido con un guapo representante comercial de harinas a vivir a la capital.
Me encanta el pan muy esponjoso y blanco, poco tostado, con mucha masa. Mi familia no lo entiende. Cuando lo compro, normalmente panes de kilo, los abro por la mitad, hundo mis dedos en la masa, resiguiendo el contorno interior de la corteza y los vacío. Después me acerco a la nariz y a los labios la masa blanca, caliente, tierna y aromática. Antes de llevármela a la boca la presiono levemente repetidas veces para notar su esponjosidad y su olor adolescente. Y me acuerdo, cada vez que ejecuto el ritual, de los pechos de Maripili.
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