Cuando
empezaron a vivir juntos él sólo le puso una condición: jamás, bajo ningún
concepto, ella debería abrir aquella caja de cartón que había guardado en su
altillo. Ella lo aceptó confiada, en un rapto de generosidad conyugal,
cumpliendo el simulacro del respeto.
Pasaron años, sonrisas y lágrimas, segundos de éxtasis
coital, horas de soledad de espaldas en la cama, proyectos truncados y pequeñas
acumulaciones materiales, álbumes de fotos, hijos, recuerdos de viajes y
muchos, muchos recibos de hipoteca pagados. Todo normal, absolutamente normal
en una calma aparente, sin fisuras, sin crisis relevantes, en medio de
silencios terapéuticos.
Sin embargo, ella no había olvidado. Llevaba media vida
sin entender la razón de aquella condición impetuosa y juvenil del principio.
¿Qué sentido tenía? ¿Qué debía ser aquello tan importante que se escondía en la
caja de cartón? Si ella nunca había tenido secretos para él, ¿por qué él debía
desconfiar de ella?
La duda la estaba consumiendo y los silencios se
prolongaban cada vez más tiempo. Un día, aprovechando su ausencia, no pudo
resistir la tentación. Convencida de que destapando la pesada losa del enigma conseguiría
la calma necesaria para que sólo la muerte los separase, rompió su promesa.
Y abrió la caja de cartón vacía, aunque ya era demasiado
tarde.
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