Acabo de leer Aire de Dylan de mi admirado
Enrique Vila-Matas y una vez más, me quedo con una eclosión de
sensaciones, con un desorden lógico de ideas, con una efervescencia mental que
me llevan a invadir de literatura cualquier cosa que pasa por mi mente. La
lectura de de Vila-Matas me ha dejado siempre de mil maneras distintas pero
nunca indiferente y siempre, impaciente de creatividad y de reflexiones
transcendentales sobre la enfermedad de la literatura. Si en algunos de sus
personajes, el propósito, provocador y terapéutico, era el de perder teorías e
ideas con la mayor frecuencia posible, el propósito de Vilnius, protagonista de
Aire de Dylan, y más conocido como el
pequeño Dylan, es el de tener al menos una buena idea por día, aunque después,
no la desarrolles nunca. Es un ejemplo, uno más, de las sabias contradicciones
voluntarias que provoca Vila-Matas en sus universos narrativos. Si he leído
nueve o diez libros de este autor, y si lo admiro, entre otras cosas, algunas
de las cuales se me olvidarán en este escrito prescindible, es por su capacidad
de hacerme pensar, dudar, reafirmarme y sobre todo, por la capacidad que tiene
su obra de sacar lo mejor de mí como escritor, al menos como escritor pensante,
incluso yo diría que sobre todo, antes de escribir el centrifugado que su obra
provoca en mi imaginación.
Explicar de qué va este nuevo
ejemplo de novela híbrida es difícil, en ninguna de sus obras lo es. Digamos
que, aunque él no lo cita, en Aire de
Dylan, Vila-Matas rescata la idea del fantasma de Comala de Rulfo y explica
la usurpación del espíritu del protagonista a través del fantasma de su padre,
Juan Lancastre. Una lucha contra el fantasma, para recuperar su biografía y
así, liberarse Vilnius, su hijo, de la obsesión Kafkiana del padre y ganar su
propia identidad. En la novela también está la madre, que actúa de juez y parte
entre ambos, están las fantasías cinematográficas, el teatro y la dualidad
entre la cultura del esfuerzo de sus progenitores y el dolce far niente de Vilnius. Están también, una vez más, como en
toda su obra, las reflexiones sobre la escritura, la obsesión por la
perfección. En este caso, afirmando cómo el fantasma de Lancastre reconocía que
esa progresiva depuración, esa creciente voluntad de rigor narrativo que
acompaña al escritor, al mismo tiempo va matando la frescura juvenil, la
genialidad y la vitalidad iniciales. Y tira una vez más de una de sus técnicas
obsesivas, la cita y la relectura de otros autores consagrados, para justificar
dicha idea. En este caso, se trata de Tolstoi: He luchado toda mi vida para ser mejor que Shakespeare, y lo soy: ¿Y
ahora?
Pero el magma de ideas que habita
en las páginas de este libro, me dejan seguramente una vez más en la superficie
del mismo, perdido y en manos, como un títere, de la imaginación más narcótica
y febril. Y esa sensación es la que me gusta cuando acabo alguno de sus libros.
Libros que el propio autor, y con razón, considera que no tienen nunca un punto
final porque siguen ejerciendo su labor creativa en la mente del lector.
Empezó a cautivarme con Bartleby y compañía donde desarrollaba
la teoría de la literatura del NO recorriendo la historia de autores conocidos
y raros que abandonaron el empeño de la escritura incluso habiendo escrito
páginas irrepetibles. Pero después, con El mal de Montano, premio Herralde de
novela del 2002, desarrolla la teoría contraria, la del triunfo de la
literatura como una especie de enfermedad inevitable que hace confundir en
quienes la padecen, la realidad de sus vidas y las de sus obras llegando a la
conclusión, de que en el fondo, son la misma cosa. En medio de ambos libros y
ya después, he leído sus relatos, algunas de sus novelas, sus memorias
parisinas y de sus discursos y experiencias literarias, de viajes, etc. hasta
la anterior novela, Dublinesca, en la
que cuenta la historia de ficción del, posiblemente último editor literario de
la historia, que durante su etapa profesional viviera con la obsesión de
encontrar un escritor realmente genial al que editar.
Toda una obra dedicada al factor literario
desde la óptica más profunda y menos convencional del mismo. Toda una obra para
hacernos pensar y pensárnoslo dos veces antes de volver a escribir o leer una
sola línea que valga la pena.
En este sentido, Enrique Vila-Matas
es un autor, felizmente peligroso.
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