Las luces nómadas
MARTINEZ SERRA, Esteban
Madrid, Bartleby Editores, 2010
Prólogo de Jenaro Talens
ISBN 978-84-92799-24-4
Lo digo en mi perfil. Que de joven quise ser poeta, pero
que tuve que conformarme con ser un cuentista. Quizás por eso también me gusta
tanto esa frase del escritor inglés D.H.Lawrence, de joven yo también quise ser un genio, pero afortunadamente intervino
la risa… Porque ilustra en parte lo
que pienso al respecto. Que la poesía es la esencia de la literatura y del alma
humana, y que la poesía debe ser triste, debe llorar, aunque a veces reírse
también, de la tristeza. El narrador de un personaje de un cuento mío también
lo dice y lo ilustra, y explica que el personaje en cuestión quería ser poeta
pero que tras muchos intentos, siempre terminaba con las cuartillas en blanco
entre las manos, e inundadas de lágrimas.
Pero
llegado a este punto, que sirve de introducción personal para explicar mi
respeto por la poesía, tengo que añadir el por qué de Esteban Martínez, el por
qué lo traigo a este rincón de mi blog.
Me había
pasado algunas veces con algún poeta, que de repente bastara un solo poema, un
solo verso incluso, para cautivarme y rendirme a su lectura para siempre. Juan
Gelman, Ramón Irigoyen, Ángel González… son tres ejemplos escogidos. Y una
tarde de hace unos ocho años creo, me ocurrió también con Esteban Martínez. Yo antes
nunca lo había leído cuando me invitó a la presentación de un número de la
revista de poesía Papers de Versàlia. La
presentación tuvo lugar en un patio interior muy bonito, luego debía ser
verano, del l’Alliance Française de Sabadell. Leyeron poemas sus colegas de la
revista, a algunos de los cuales también conozco, y la lectura iba acompañada
si no recuerdo mal, por las melodías de una arpista. Y al tocarle el turno a
Esteban, ahí estuvieron esos versos, Quiso
ser escritor. Lo fue, sin duda. Su mano está en mi mano… y al final ese
poema Máquina de escribir, con el que
me ganó para siempre como lector.
El libro
del que hago mención aquí, Las luces nómadas, está dividido en
tres partes, Fluorescencias, centrada
en la figura del padre, Claroscuros, centrada
en la figura de la madre y de la enfermedad que la destruye, y Fulguraciones, rendida definitivamente a
la muerte y su aceptación. De cada una de ellas, destaco un poema, y los
acompaño de un pequeño comentario y lectura absolutamente personal, que es como
creo que uno debe hablar de poesía, sobre todo si no se está contaminado por la
condición del cítrico o de la fría intelectualidad de cartón piedra.
FLUORESCENCIAS:
Máquina de escribir
La Olivetti con la que escribía mi
padre-una Olivetti pluma 200-
fue siempre un objeto apátrida,
llevada y traída del ropero de la entrada
a la mesa del comedor, desubicada.
Su tecleo insistente era el diapasón
de una esperanza, el pulso de un secreto.
En las fatigosas tardes de domingo
la lenta mediocridad de las horas familiares
caía, abatida, bajo sus ráfagas.
Quiso ser escritor.
Lo fue, sin duda. Su mano está en mi mano
y escribo haciendo uso de su único legado:
El silencio. Las palabras. Su secreto.
Al
escuchar por primera vez este poema, y leerlo posteriormente, me vi a mí mismo
en dos direcciones y en dos etapas vitales distintas. En primer lugar me vi en
mi condición de huérfano recordando a mi padre, y en segundo lugar, me imaginé a
mis hijos recordándome ya difunto.
Mi padre
también tenía una máquina, en su caso no de escribir, sino de cortar madera,
una sierra circular, entre otras muchas máquinas. Pero esa tenía una música
especial. Su estruendo lastimero y monocorde templaba de paz las tardes de
invierno cuando siendo niño volvía del colegio y pasaba delante de su
ebanistería. Y él también quiso ser ebanista y lo fue. Un artista cuyas manos eran
capaces de crear un butacón isabelino, en el que ahora estoy sentado, por
ejemplo, o un secreter barroco Luis XV como el que preside mi estudio.
Con esas
manos que son calcadas a las mías y que veo a menudo cuando tecleo mi
ordenador. Esas manos que son en parte uno de mis factores literarios. Él
también quiso que yo tuviera una máquina y la tuve, de escribir, una Olivetti,
en este caso una Lettera 32. Con esa máquina escribí desde niño tantas
historias y trabajos escolares, tantas cuitas de adolescente después hasta
guardarla en un altillo del recuerdo. Con esa máquina yo también quise ser
escritor.
Y ahora
que lo soy, imagino, con el honor y la vanidad más humana y desesperada posibles,
que mis hijos me recuerden así, cada uno a su manera, como Esteban y yo
recordamos a nuestros padres, con agradecimiento e infinito amor. Mis hijos,
que también me han visto muchas veces teclear insistentemente tantas tardes de
domingo.
Pinzas
Ordenas compulsivamente las pinzas
de la ropasobre la mesa de la terraza.
Tus ojos –en estos últimos años-
han ido desalojando distancias,
borrando perspectivas, retrayéndose.
Un aire de senectud entró en ellos
y lo dejó todo patas arriba.
Y estás sola para poner orden en la memoria,
pero te evita el ánimo, y quizá no valga la pena.
No encuentras los recuerdos, ni los nombres.
De ti sabes lo justo: que no has muerto.
¿Por dónde empezar después de la catástrofe?
Mejor ordenar las pinzas de colores sobre la mesa.
Las
imágenes del poema de Esteban, Tus ojos
(…) han ido desalojando distancias, (…) No encuentras los recuerdos, (…) De ti
sabes lo justo: que no has muerto, son de una evocación brutal, de una
fuerza rotunda, como esa pedrada en la sien…que
dice Ramón Irigoyen que debe ser el Ars
poética.
Y la imagen de la anciana madre, ordenando pinzas de la
ropa de colores sobre una mesa, de una ternura que acongoja.
Legado
La posteridad está siempre en obras:
cerrada por inacabables reformas
o por liquidación de existencias
o cambio de orientación del negocio.
Por eso resulta mejor no dejar nada,que nada se extravíe entre el desorden.
Gracias
Esteban, por tu poesía y por el alma esa que paseas por el mundo.
Que la poesía es la esencia de la literatura, me gusta que lo digas, todo lo demás me parece extraordinario, la poesía de Esteban Martínez y tus comentarios.
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