El balcón
en invierno
Barcelona,
1ª ed.de septiembre de 2014
Colección Andanzas nº 838
Tusquets Editores S.A.
ISBN: 978-84-8383-929-4
He leído toda la obra de Luis Landero. Desde su primera
novela Juegos de la edad tardía con
la que mereció los premios de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa en
1990, hasta esta última pasando por otras obras maestras como Hoy, Júpiter. Nunca hasta ahora he
escrito públicamente sobre su obra, pero lo que sí he hecho y seguiré haciendo
es escribir la mía y construirme como escritor gracias, entre otras cosas, a
ser su fiel lector. No sé si se puede recibir un elogio mayor, pero es mi
verdad, y una verdad merecida. Lo que no voy a hacer, suelo evitarlo, es
perpetrar un texto pretendidamente brillante, barnizado de floripondios
literarios y referencias de crítico de tres al cuarto para ganarme el aplauso
de nadie. A Luis no le gustaría, al hombre que hay detrás de esta obra genial
no le impresionan más que la verdad, la humildad, las cosas dichas desde la
sencillez del gozo de escribir y leer historias humanas. Así puede leerse entre
las líneas de sus libros y corroborarlo cuando tienes la suerte de conocerlo y
compruebas su generosidad, inaudita entre el común de los autores de su talla.
Una vez más, los más sabios siempre son los más humildes, los más cercanos.
El primer capítulo de El
balcón en invierno, titulado No más
novelas, es un primer gesto de humildad, de justicia con sus lectores y consigo
mismo. Declara haber empezado una nueva novela, incluso nos adelanta el
argumento de la misma, para desdecirse unas páginas más adelante y confesar cierto
hartazgo de la ficción y cómo al observar el trasiego de la vida al otro lado
de la ventana de su casa, le sobreviene la necesidad de contarse a sí mismo, de
contar las vicisitudes vitales que lo han llevado a ser quien es, a escribir lo
que ha escrito. Y lo que sigue, y lo que queda, es un texto autobiográfico,
pero no una autobiografía a la vieja usanza porque no recoge todos sus años
vividos ni los ordena cronológicamente sino que los selecciona. Así, se centra
en su infancia y en su adolescencia, en los recuerdos familiares y del mundo
rural de su Alburquerque (Badajoz) natal ya casi perdido, en sus inicios de
adolescente como trabajador de distintos oficios en el Madrid de los años
sesenta, y en su definitiva aunque tardía formación como lector, estudiante y
escritor vocacional.
De manera que Landero se asoma al balcón de su vida, desde
la que él mismo declara ser ya una edad
provecta, y nos cuenta los episodios que realmente lo convirtieron en escritor
y esto, hay que tenerlo muy en cuenta. Porque no hay nada baladí o anecdótico, no
es una texto memorístico al uso. Lo que contiene este libro es exactamente lo
que nos interesa: el cómo su vida ha configurado su obra, el por qué su obra es
como es y no de otra manera. Lo maravilloso es que para contárnoslo no abandona
ese lenguaje novelesco, preciso, sencillo, limpio, de sus novelas. Sabemos que
no es una obra de ficción y sin embargo está contada como un cuento.
El balcón en
invierno es, podríamos decir, el libro de su vida, o
el libro de sus libros porque en él, aparecen todos, o la gran mayoría de temas
y personajes tratados en toda su obra. Como él mismo dice cuando habla de su
manera de entender el oficio, huyendo de la obligada originalidad, en este
libro estaría su mundo, los temas que
conectan con su temperamento, aquello en lo que es inimitable… Lo demás, solo sería impostura.
Con todo esto, sigue siendo una suerte haber leído toda su
obra, más si cabe porque como ando diciendo, en El balcón en invierno aparecen todos esos personajes, ahora ya como
los seres reales de la vida del autor aunque los incondicionales sospechábamos
conocerlos antes de leer este libro. Especialmente su padre y su primo Paco,
que merecen capítulo aparte, su madre, su abuela Frasca, inmortalizada en la
cubierta, Gregorio Manuel Guerrero, su primer profesor de literatura, el señor Emilio el del quiosco…
Hay un recuerdo entrañable de esas reuniones de brasero a la
luz de un candil en las que se contaban tantas historias, muchas veces
repetidas pero escuchadas con la misma atención de la primera vez, y de la
anterior, esas reuniones a las que el padre ponía fin con un picar de los
nudillos sobre la mesa. O esas otras historias que la abuela Frasca le contaba
cuando era niño, a la sombra de un evónimo. Este sustrato de ficción, la
capacidad de fabulación de la gente humilde del campo, (…) un mundo de fantasía y de palabras malabares vino a poblar mi infancia.
Aquellos dichos y relatos fueron los libros que no tuve, dice en el capítulo
catorce, para entender el germen del oficio. Lo desarrolla por ejemplo en su
delicioso ensayo Entre líneas: el cuento
o la vida, del año 2001.
¿Cómo no iba a ser el niño Luis, como su propia madre le
recriminaba, un mentiroso de narices? ¿Cómo no tenía que convertirse entonces
en el escritor que ha sido? Y qué paradoja, un mentiroso, un escritor, para
contar la verdad de su vida. Así lo resuelve el propio Landero en el final del
capítulo quinto: Pero la imaginación, con
sus mentiras tan necesarias y sinceras, venía a anudar los hilos sueltos de una
realidad fragmentaria y caótica.
El primo Paco también tiene un papel importante en el libro
de su vida. El primo Paco llega a Madrid con veintiocho años cuando Luis era un
adolescente y llega, con la maleta cargada de ilusiones y sueños de estrellato
en el mundo del espectáculo, en una primera y breve etapa como torero, pero
sobre todo, como guitarrista. Para el joven Luis, su primo Paco representaba el
sueño de ser alguien importante, de ser un artista. Y de hecho lo acompañaría
en muchos conciertos con sus guitarras y sus cuadros de flamencos. A este
personaje y a esta etapa, Luis Landero le dedicó en el año 2002 una novela, El guitarrista, aderezada con toda la
ficción y el adorno de lo que quien sabe, él y su propio primo Paco, en la
ficción, Raimundo, soñaron en su día. Pero el primo Paco, como los buenos
personajes novelescos, un día, de repente, cambió el rumbo, se dio cuenta de que sus sueños no eran sino quimeras
afanosas, se dio la vuelta y volvió al pueblo, dejando a Luis, huérfano de ilusiones. Y en el pueblo,
el primo Paco siguió inventando cosas hasta el fin de sus días, un mes de abril
del año 2005.
Quien sabe si no fue gracias a esa renuncia por la que Luis
Landero acabó sucumbiendo a los libros, a la lectura, a la literatura y así ya,
a la docencia y la consagración como escritor. Pero ahí también encontramos a
un personaje importante, su primer maestro en Madrid, Gregorio Manuel Guerrero,
quien le dio los primeros consejos, las primeras sugerencias lectoras pero
sobre todo su primer elogio de escritor. (…) Ya alguna vez me había devuelto un examen con una nota al margen donde
me decía que escribía bien, pero que debía esmerarme en escribir mucho mejor.
Sin duda, había detectado mi secreta pasión literaria. Fue mi primer elogio de
escritor, ese dulce veneno adictivo del que uno ya nunca se desengancha
totalmente. Quien sabe si el nombre del Gregorio Olías de Juegos de la edad tardía, no es un
pequeño homenaje a aquél otro Gregorio que supo ver al escritor que había
dentro de aquél joven Luis Landero.
Está también cómo no la madre, afortunadamente aún viva hoy,
con noventa y siete años, una heroína. Ella entregó su vida a las labores
domésticas, a cuidar de su marido y de sus hijos y de alguna manera, a entender
que su hijo Luis, estaba llamado para algo distinto a cuanto hacía en aquellos
años de infancia y juventud.
Pero el padre es el personaje más importante de este libro y
de toda la obra de Luis Landero. Un padre tan citado y tan presente y sin
embargo apenas nominado de soslayo con su nombre real en un lance narrativo al
recordar Luis a su tía. De Cipriano Landero el propio Luis dice que su vida (…)
fue una vida trágica sin argumento, sin
historia, sin otra cosa que la tristeza de desear en vano, que es tanto como
decir que la pura tristeza de existir.
Una vida triste con un paréntesis de acción y de cierta
novedad, como fue los años extraordinarios de la guerra donde supo que había
otras ciudades, otras formas de ser y de pensar, y sueños por los que luchar.
Siguiendo con las propias palabras del hijo, cuya condición de escritor su padre jamás
conocería, (…) Mi padre hubiera querido
ser un padre cariñoso y comunicativo, pero no sabía cómo y, sin quererlo, lo
único que inspiraba era miedo. Todos le teníamos miedo, pero yo era el que más
motivos tenía para temerlo, porque era el que más ofensas le había hecho y le
seguía haciendo.
Un padre, que como tantos, una vez le preguntara a su hijo
Luis, quizás demasiado pronto, la primera vez con cinco años, con demasiada
ansia de mejoría social; que qué quería ser de mayor. Y luego siguió
preguntándoselo hasta la decepción porque Luis Landero no sabría nunca qué
contestar, o a lo sumo solo una vez, después de una trifulca entre ambos, con
una hermana de por medio intentando poner paz; respondiera que lo había pensado
y que quería ser un hombre de provecho, que era la única opción válida además
de la de maleante. Pero la realidad es que su padre, que hubiera querido que
fuera abogado por ejemplo, no pasó apenas de conocerlo como un golfillo de la
“prospe”, que entonces vivían en el barrio de Prosperidad, en el madrileño
distrito de Chamartín.
Si en El balcón en
invierno, como vengo diciendo, Luis Landero ha desenmascarado tantos
personajes y momentos de su vida novelados en su obra, lo que hace con la
figura de su padre es de una sinceridad y una honestidad desgarradora, digna de
admiración. Es directamente una confesión en toda regla y lo que en apariencia
podría parecer un ajuste de cuentas con su padre, en realidad es un ajuste de
cuentas consigo mismo. Así de profunda y desgarradora es su confesión pública. Luis
Landero, nos explica el día de la muerte de su padre, un veinticinco de mayo
del sesenta y cuatro, y se refiere a ese día como un episodio central de su
vida y que habrá recordado el resto de sus días. Llega a decir que su obra es
deudora de lo ocurrido aquella tarde. Parece como si esta etapa de su vida y de
su literatura haya caído en manos de las propiedades terapéuticas de la
escritura para liberarse. Lo dijo Ernest Hemingway, que su psicoanalista era su
máquina de escribir, y lo compartimos los que estamos enfermos de literatura.
No les voy a dar los detalles por supuesto, pero Luis Landero cuando habla de
la muerte de su padre habla de alguna manera de una liberación, de un futuro
incierto pero prometedor a partir de ese momento, y cuando años más tarde
empezara a entenderlo, a admirarlo y a compadecerlo, su muerte habría de
causarle una pena honda e inconsolable,
la más grande que he tenido nunca, y una pesada culpa que cargaré para los
restos, (…) Ese ponerse en paz con su padre y consigo mismo lo encontrarán
en el capítulo más transcendental y sincero del libro, el sexto capítulo cuyo
título, sintomático y explícito es, Ignominia.
Luis Landero nos ha regalado una parte importante de la
historia de su vida con este libro, quizás la más importante porque sea la que
lo convirtió en el escritor y en la persona que es. Pero también se la regala a
su familia, y en especial a su madre. ¿Cuántas veces hemos oído los escritores
aquello de “tendrías que escribir mi
vida” o, “mi vida sí que da para una novela”? Pues eso. Hacia el final
del libro, en el capítulo dieciséis, de los dieciocho que lo componen, nos
transcribe un pequeño pero elocuente diálogo con ella que no puedo resistirme a
reproducir aquí, por su sencillez y su elocuente verdad:
Le dije que
estaba escribiendo un libro sobre la vida de todos nosotros.
Con lo mentiroso
que has sido siempre, habrá que ver lo que cuentas ahí.
No, esta vez no
hay mentiras. Es un libro donde todo lo que se dice es verdad.
Ella se quedó
dudosa y como ausente, y solo tras un buen rato dijo:
Él podía vivir
perfectamente todavía, ¿por qué no?
No más novelas decíamos que se titulaba el primer capítulo, la voluntad de verdad
personal, es una cuestión que ha quedado de sobras muy clara y que se remata
con el diálogo anterior, pero a mí me gustaría pensar que habrá alguna otra
novela más que se le escape a don Luis Landero de los entresijos de su
escritorio y en la que su vida, una vez más sea el poso imprescindible, porque
literatura y vida para los escritores como él, son la misma cosa. De todos
modos, puestos a pedir en esta noche de reyes, me gustaría pensar que habrá otro
balcón al que asomarse, quien sabe si en primavera, en verano o en otoño y
desde el que observar los trozos de vida que faltan en este libro. Y seguir así
rindiendo homenaje a una estirpe de descendientes de hojalateros ambulantes de
la que procede su familia. Un balcón sobre su relación con el éxito literario
en este mundo de vanidades, con otros escritores, con sus lectores, sobre sus
años de docencia, o esa misma novela sobre un jubilado disfrazado de indigente,
maniático y con pistola, de la que nos hablaba en el primer capítulo de este
libro, o como también nos cuenta en el último capítulo, un libro sobre los
momentos esenciales en la vida de algunos personajes literarios, por ejemplo.
De todos modos, cualquier balcón al que nos asome este
grande entre los grandes, siempre será para mi una cita ineludible y un placer
de lectura, un placer de escuchar historias verdaderas, literatura de verdad.
Buen libro, estoy a punto de terminarlo y también lo incluiré en mi próxima entrada, aunque pasando de puntillas. Aquí se entra en profundidad, gracias!
ResponderEliminarMejor pasar de puntillas por lo que decimos de las grandes obras, pero nunca pasar de puntillas por ellas mismas. Landero es todo genial. Felicidades por la elección y gracias por el comentario.
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