El último Gin-Tonic
Rafael Soler
Valencia, 1ª edición, marzo de 2018
Ediciones Contrabando
ISBN: 978-84-947776-3-9
El último Gin-Tonic narra el
desmoronamiento de una familia y algunos de sus satélites humanos; amigos,
amantes, sicarios y prestamistas, jugadores y bebedores e incluso algún
pistolero, que asisten e intervienen en los asuntos de los Casares. Y aunque la
debacle se ha ido forjando obviamente a lo largo de sus azarosas vidas, Rafael
Soler nos cuenta los últimos cuatro días del derrumbamiento, de un lunes a un jueves,
a raíz de la muerte del patriarca del clan, don Moisés Casares Cendoya, un
empresario venido a menos, forjado a base de fraudes y paraísos fiscales y
enterrado con deudas y embargos que habrán de pagar entre todos. Para más
singularidad del personaje, se trata de un republicano levantino que saludaba
con un: “Muerte a los Borbones” cuando le parecía. Ahora, lo detendrían.
La novela se divide en cuatro partes y en cada una de
ellas hay una carta o correo, las primeras dos abriendo capitulo y las otras
dos cerrándolos, escritas esos cuatro días de historia, entre un personaje
periférico con maneras de gran escritor, el argentino Diego Wiekmann y uno de
los dos hijos de Moisés, Lucas Casares, regidor, y que se postulará como sucesor
del patriarca. Esta comunicación tiene como objeto un litigio de honor. Wiekmann
acaba de salir de la cárcel después de cumplir dos años de condena por haber
herido a un hombre con unos disparos, convencido de que este se entendía con
María, su mujer. Pero una vez libre reconoce su error en la elección del vivo y
sospechará de Lucas, a quien le pide, con todo el protocolo de un caballero
victoriano, que le diga si tiene motivos para desconfiar de él. Pero esto es lo
de menos en realidad, porque María y Lucas ya han vuelto de aquél rodaje en
Argentina, están en Madrid, y María ya ha tenido tiempo de desentenderse de
Lucas, para entenderse con su jefe y hermano gemelo, Alberto Casares, productor
ejecutivo. Lo dice muy bien por ahí ese agudo narrador; que Alberto siempre le
ganó a Lucas en el ajedrez, un juego en el que quien manda más es la reina.
(…)
María se apoyó
contra el espejo. Tenían luz, y ningún futuro juntos.
Y eso lo sabían los
dos, cada uno buscando en el otro un retal de piel intacta, un reproche viejo
que nunca se dirían, una gota redentora de saliva para sorberla como un brindis
final.
Por lo nuestro,
Lucas.
Por ti, María, y tu
pezón de cobre en las alturas.
Y el litigio acabará con dos viajes cruzados, el de Diego
Wiekmann a Madrid buscando un alivio al silencio, y el viaje de Lucas a
Argentina para saldar la bilis de sus derrotas. Lógicamente no se encontrarán,
el azar resolverá por ellos pero yo no voy a desvelarles aquí cómo ocurre.
María es una mujer que rompe el corazón y que rasga las
entrañas de los abandonados y de los compartidos, a su antojo, Diego Wiekmann, Lucas,
su hermano Alberto... María, alta, desafiante, morena, el personaje más
enigmático y excitante, la que con menos presencia y minutos de escena, llena más
la novela, una mujer de la que querríamos saber más porque imaginarla tanto es
un martirio, porque como nos advierte Lucas, por si quedan dudas, María no es
de nadie.
Olía a limón,
aproximadamente, porque los olores que acompañaban a María eran siempre muy
impredecibles, como su genio y la posición de sus piernas al sentarse.
Y luego están los tres hijos de Lucas Casares; Mateo,
Marcos y Juan.
Mateo es un temerario al volante. Como consecuencia de
un accidente de tráfico, mueren su mujer Carmen y su hijo Bosco. Él sobrevive
para su tormento y se pasa la novela en el hospital calibrando como seguir
viviendo. Y al final Mateo sobrevive de nuevo gracias a una llamada de su
padre, Lucas, que lo interrumpe cuando estaba a punto de tirarse por el balcón.
Marcos es un desafortunado jugador de póker, sus deudas constantes terminan por
arruinarlo. Y Juan, “Juanito”, el
pequeño de 30 años, tiene una esposa escritora y falsa suicida, Lola, a la que
no entiende y un lío inevitable con Paola. Pero Juan cuando acaban los días
luto y dudas se irá de viaje, bien lejos.
(…) cada uno en su
trinchera: Marcos con el agua al cuello, corto de saldo por una mala racha que
ya duraba demasiado: Mateo, aún convaleciente, asomado a la ventana en aquel
hospital de pasillos tristes; y Juan, que siempre llamaba por la noche, “hola
qué tal”, “qué tal Juanito”, “eso digo yo, qué tal”.
Hasta aquí, un elenco de nombres bíblicos todos los de
la familia, para una trama de sexo, juego y drogas, de alcohol, mentiras y
fracasos. Así es la contradicción de la vida con la que le gusta jugar a Rafael
Soler, como le da la gana siempre, en contrapunto poético.
El resto de la galería lo componen Ahmed, un peligroso
sicario, Bulba, una puta cara con mucho carácter, Amadou, informático costa
marfileño, Borja, un amigo del colegio de Marcos que le reclama una deuda de
veinte mil euros, o Nina, asistenta personal de Don Moisés, y que por lo tanto
lo sabe todo de casi todos. Y Javier Russo, un poeta que se interesa por Lola, Chus,
organizadora de timbas y croupier, “Artillero”, púgil y matón a sueldo, o los
jugadores de cartas Vasil, búlgaro con pistola, mal perdedor y asesino
ocasional, el Duque, y Begoña, buena amiga de Marcos, jugadora atrevida y
heroica, que se juega su herencia en el tapete. Mención especial merece Ignacio
Santisteban Peláez, alias Cara gato, un
perdedor pertinaz, un profesional de la derrota, siempre con la cabeza bien alta
a pesar de todo. Perdedor también fuera del azar de los naipes puesto que su
mujer y su hijo lo desprecian y lo olvidan. Un gran amigo de la familia
Casares, tanto, que por una vez el azar le ofrece a Cara gato un farol: morir de un paro cardíaco el mismo día que su
amigo don Moisés. Y Cara gato es
enterrado vestido dignamente con su impecable uniforme de jugador.
En esta excelente novela de fuegos cruzados, materiales
y humanos, el hábil y demiúrgico
narrador Rafael Soler, con un lenguaje certero y muy personal, con un uso
preciso de la elipsis, bien medida para que las acciones vayan atándose solas
con naturalidad, poco a poco, en el que las cosas suceden, simplemente, sin
explicárnoslo, sin avisar, a borbotón; el escritor se consagra, si no lo estaba
ya, entre los mejores narradores actuales de este país. Otra cosa es que no lo
sepa la barahúnda que engorda el negocio editorial, el común de los mortales.
Estos días atrás
comentaba con unos amigos en una tertulia una cita de Proust, ese eterno citado
tan poco leído, yo, el primero que no he pasado de mojarle la magdalena. Y la
cita decía algo así: "Para escribir un libro esencial, el único libro
verdadero, un gran escritor no tiene, en el sentido corriente, que inventarlo,
porque ya existe en cada uno de nosotros, sino traducirlo.”
Pues bien, yo creo que
Rafael Soler, cuando escribe, lo que hace es traducirse el talento, o parafraseando
a otro grande como Borges; traducirse la más refinada forma de su inteligencia:
la sensibilidad.
El último Gin-Tonic fue presentado en
abril de este año en el Café Comercial de Madrid, nada menos que por Luis
Landero y José Mª Merino.
Yo conocí a Rafael Soler, este poeta enorme que escribe
enormes novelas, en mi estadía madrileña, entre los años 2009 y 2013. Y desde
entonces hasta esta reseña inevitable, andan intactos la admiración y el
respeto en primer lugar, luego ya adobados de amistad. Todos los encuentros, las
presentaciones y las lecturas solían tener como marco el histórico, entrañable
y felizmente recuperado Café Comercial y nuestros amigos comunes del oficio me
hablaban de un autor que en los años 80 había asomado el flequillo a la gloria.
Eso fue con la novela El grito
(1979). Esta novela, una de las mejores que recuerdo haber leído en muchos
años, un verso de más de cien páginas, una
novela o qué… como el mismo Soler dice en la entradilla, en la que desgarra
el profundo dolor de la pérdida, del amor y de la muerte; hubiera merecido una humilde
reseña mía pero a cambio, mereció algo mejor: un encuentro de amigos escritores
de Barcelona con amigos escritores de Madrid en el Centro Riojano de la calle
Serrano el invierno del 2016. La novela había sido reeditada en Paraguay
(Editorial Servilibro, 2014).
De aquella época de fulgurante éxito son también
el poemario Los sitios interiores
(1980) y tres novelas más, El corazón del
lobo (1982), reeditada en su treinta aniversario por Ediciones Evohé, El sueño del Torba (1983) y Barranco (1985). Y de repente, un
silencio de más de veinte años, puntos suspensivos. Menuda elipsis que
merecería una novela para contarla, ahora. Después de ese silencio tan largo,
los poemarios Maneras de volver
(2009), Las cartas que debía (2011), Ácido
almíbar (Premio de la Crítica Literaria Valenciana) y No eres nadie hasta que te disparan (2016), todos ellos en
Ediciones Vitruvio. Y ahora, esta su sexta novela, que es la primera de su
segunda etapa y juventud, El último
Gin-Tonic, aunque a él le guste decir siempre, el penúltimo. Tomen nota de
la receta.
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