Ordesa
Manuel Vilas
Barcelona, 1ª edición de enero de 2018
Alfaguara Narrativa Hispánica
Penguin Random House
Grupo Editorial S.A.U.
ISBN: 978-84-204-3169-7
Mi lectura de Ordesa
no es una lectura más, va a tener consecuencias.
Y sospecho que para Manuel Vilas, la escritura de este
artefacto literario va a marcar un antes y un después en su obra. Pero esta solo
va a ser una de mis muchas conjeturas. Porque acaso MV ya esté por encima del
bien, o empatado con el, con ese puñado de libros de poesía, de relatos y
novelas suyas tan personales que he tenido el placer de leer y digerir intelectualmente,
desde la comprensión hasta la expresión escrita inevitable e inconscientemente
salpicada de efectos; y por encima del mal, el que puntualmente ha acompañado la
vida y la mano que guiaba su obra, del mal agazapado a la vuelta de cualquier
esquina. Sé perfectamente que MV también es poeta, que según muchos lectores y
expertos del asunto MV sobretodo es poeta, pero yo hasta Ordesa no le había leído apenas cuatro poemas sueltos. Y no voy a
caer en la evidencia de decir que Ordesa es
una obra eminentemente lírica, porque lo que es evidente es que la narrativa de
MV siempre ha sido lírica, desde que empecé a leerlo con el libro de relatos Zeta, editado la primera vez por la
tristemente desaparecida editorial DVD de Sergio Gaspar, quien ya me hablaba de
Vilas como un descubrimiento con futuro hace veinticinco años. MV escribe prosa
poética y escribe poesía narrativa, siempre, sin excepción. En MV se da el feliz
sortilegio de que detrás de su estilo hay un escritor único desde el principio,
alguien que se parece a casi nadie, y un escritor que siempre ha escrito cómo
le ha dado la santa gana puesto que en su obra, la forma, inaudita, aplasta al
contenido, no porque este no importe, no porque lo contado no tenga valor, que
lo tiene, sino porque la forma es de una brillantez y de una desvergonzada
naturalidad tales, que pasa por encima de todo lo demás.
Podría empezar, o terminar diciendo lo que publiqué en
Instagram justo al cerrar el libro una vez leído: “Espectacular acrobacia literaria.
Sin red, todo riesgo”. O bien ir escribiendo una serie de adjetivos para
definir la obra que se me iban ocurriendo a medida que devoraba las páginas:
visceral, demoledora, sincera, poética, gamberra, desgarradora, atrevida,
confesional, verdadera, generacional,
irreverente, transparente, transgresora, tierna, desamparada… y ya tendríamos
una buena tarjeta de presentación pero… ¿Y si empiezo la reseña? Que hay mucha tela que cortar…
Ordesa es lo más parecido
a una novela sin serlo, es un texto deliberadamente fragmentario, una sucesión
de textos como pedazos de una vida. Una estructura sin otra estructura que la
de ciento cincuenta y siete fragmentos y un epílogo final titulado La familia y la Historia que contiene
once poemas excelentes. El epílogo, una vez leído, da la sensación de ser el
resumen, el destilado, el alma esencial de todo lo dicho en el borbotón de las trescientas
cincuenta y siete páginas anteriores… O, jugando a elucubrar, las trescientas
cincuenta y siete páginas anteriores bien podrían ser un glosario detallado de
los once poemas finales, como si este bloque final de poemas fuera un bonus track de regalo. Un pedazo de
regalo.
Los ciento cincuenta y siete fragmentos se mueven por
la historia personal de MV sin orden cronológico, sino solo memorístico, de
manera que van de un lado a otro según los impulsen el recuerdo del padre, de la
madre, de los hijos, o de la rabiosa cotidianeidad, con su autodestrucción y su
orfandad incluidas. Recuerdos, sensaciones, pensamientos íntimos, confesiones,
testimonios generacionales que sumados, componen una escritura desgarradora,
una apertura del alma en canal como hasta ahora no se le había visto a MV, un MV
que decide reconocerse vulnerable hasta las trancas.
También es una crónica de la España de las últimas
décadas. La España de nuestra generación de cincuentones hoy, de los que ya le
hemos visto las orejas al lobo de los cojones. Esa España a la que MV odia y
ama a partes iguales, la España recurrente en toda su obra. La España de los
que crecimos con el “Un, dos, tres, responda otra vez”, las primeras cajas
tontas Telefunken, entonces prometedores oráculos, los pantalones acampanados o
con las máquinas del millón y su temido Tilt
que sancionaba nuestra impetuosa juventud. Es también la generación de la
transición. Y desde esa generación, si a lo largo de todo el libro MV se
posiciona hacia algún lugar, lo hace hacia la izquierda y en contra de la
derecha pero sobre todo en contra de la iglesia.
Ordesa, de alguna manera
también es un manifiesto de la filosofía de lo cotidiano y lo social,
entreverado sobre todo de crítica y de ironía. Y de melancolía… aunque, Es una palabra que ya nadie usa. Y la
melancolía ahora se llama trastorno obsesivo compulsivo.
Estos son, entre otros, los ingredientes que acompañan
al hilo conductor, porque si hay algo que lo arma todo, eso es la muerte
tratada desde la irreverencia y convertida en leitmotiv poético. Todo empieza con la muerte de la madre que, sumada
a la anterior del padre, lo empujan a un abismo de recuentos, de miedos, de deudas
pendientes y de revisión de una vida…. de la absoluta orfandad y del reflejo de
sí mismo, como padre, en la indiferencia de sus hijos.
Si tuviéramos que ordenar por
temas el torrente testimonial de MV en Ordesa, diríamos que además de la
muerte y el recuerdo de sus padres, MV nos habla de su propia paternidad,
triste y mal llevada, de su separación, del desengaño de la profesión docente,
en una ácida autocrítica no exenta de respeto hacia la excepción, de la pederastia
de los curas, de la culpabilidad,
del alcoholismo y de lo relativo de los considerados perdedores en nuestra
sociedad de consumo, de la escritura
y la literatura y de su particular relación con ellas. Pero vamos a aplicar
el zoom y más o menos en ese orden, al tratamiento de estos temas.
El recuerdo de los padres es aplastante, Me enloquece el ruido de fondo de la vida de
mis padres sonando en todas partes, y los abre en canal desde el recuerdo
que conserva de ellos, que se va diluyendo y que quiere fijar antes de que se
desvanezca del todo. Y es un recuerdo mezcla de admiración y de reproche, lleno
de absoluta verdad, la suya, desprovisto de pudor e hipocresía. Con su padre se
compara constantemente, La obsesión de
que somos el mismo hombre la llevo padeciendo desde antes de su muerte, de
alguna manera, dice, ambos se dedicaron a lo mismo, ambos viajantes y ambos
escribientes, o escritores. Él (el
padre) llamaba a sus obras literarias
“pedidos y duplicados”…
A su madre en cambio, le atribuye otras cualidades y
defectos que reconoce, le han pesado e influido más que los de la figura
paterna. Su irreverencia beligerante ante casi todo menos con el orden y las
apariencias. Mi madre no entendía la
importancia de los papeles. Lo tiraba todo. No guardaba nada. A mi me tiraba
los tebeos. A mi padre los papeles. (…) Quería tirar también los libros, pero
descubrió que no tenía suficientes figuras y adornos baratos para poner en las
estanterías y decidió darles una oportunidad. Se salvaron así los libros.
Pero por encima de todo, lo que más vincula a MV a su
madre, es ese cordón umbilical imaginario y eterno, el sentimiento universal
del hijo que se sabe acompañado mientras hay vida… Fue la última vez que te vi, mamá, y supe que a partir de ese momento
iba a estar completamente solo en la vida, como tú lo estuviste y yo no me di
cuenta o no quise darme cuenta. (…)
Me
dejabas tal como yo te dejé.
Y la pasión por la
vida: Tus pasiones, mamá, tu obsesión por la vida, me las pasaste a mí. Las
tengo aquí, en mi corazón, rabiando.
Así, a lo largo de muchas páginas MV habla del uno y
del otro, del padre y de la madre, comparándolos sin remedio, haciendo justicia
con el recuerdo y la memoria, y consigo mismo como huérfano. ¿O acaso no fue
siempre un huérfano? Mi padre nunca me
dijo que me quería, mi madre tampoco. Y veo hermosura en eso. Siempre la vi, en
tanto en cuanto me tuve que inventar que mis padres me querían.
Demoledor, tanto como la repetición del conflicto
generacional cuando MV, desde su condición ahora ya de padre, el, que tampoco
sabe cómo serlo, como nadie lo sabe jamás, se siente tan transparente a ojos de
sus hijos, tan solo, tan podre de agradecimientos por parte de estos, tan
abandonado. Una soledad de padre que ama irremediablemente a sus hijos y a la
que dedica algunos capítulos, ya separado, y ya superada la adicción al
alcohol, pero que sobre todo la ilustra uno de los poemas del epílogo final,
titulado Daniel y que es,
sencillamente brutal.
Repasa también el recuerdo de su primera profesión,
porque veintitrés años como profesor de secundaria no podían pasar
desapercibidos. Hasta que dijo basta, se acabó, no puedo seguir, y puso punto
final a veintitrés años atado a un
trabajo lleno de gritos, llenos de “cállense”… Así, en diferentes momentos
se carga con toda la ironía y la sensación de victoria, desde la lejanía de
quién logró soltar lastre, una profesión que lo hacía infeliz. Es una dura
crítica sobre todo al sistema, al planteamiento de la profesión, y de una
acidez que no deja indiferente, que molestará a algunos, que hará sentirse
identificados a muchos otros a pesar de que la crítica, va dirigida más al
entorno y al sistema que a los profesores,
Y aquellos compañeros enloquecieron de
medianía y adocenamiento y humillaban y despreciaban a sus alumnos. Aquellos
chicos eran humillados y ofendidos por los profesores, esos mediocres con
rencor hacia la vida. No todos eran así. Había profesores que amaban la vida e
intentaban transmitir ese amor a sus alumnos. Es lo único que debe hacer un
profesor: enseñar a sus alumnos a amar la vida y a entenderla, a entender la
vida desde la inteligencia (…)
Y va dejando otras pinceladas llenas de ironía en esta
línea, Me pasaba el día explicando la
tilde diacrítica (…) Y a eso me dedicaba. Me pasé veintitrés años contemplando
a ese maldito “tu” o “tú”. Y por eso me pagaban. (…) Y eres un educador. Y
tienes que educarlos en valores razonables, tienes que hacerles ver que no se
puede ir matando por ahí a la gente. Y cuando te pones a moralizar sobre el
asunto, se te duermen. Invéntate una historia, jodido profesor. Solo piensas en
tu nómina, pero lo entiendo. (…) Te pagan por explicarles chorradas como la
tilde diacrítica; para que no confundan a Quevedo con Góngora, ya ves tú a
quien demonios le importa quién era Quevedo y quién Góngora. (…) Los institutos
españoles de enseñanza media eran edificios sin gracia, construcciones
deficientes, con pasillos ingrávidos, con aulas frías en los inviernos y
tórridas ya incluso en las primaveras. Las tizas, las pizarras, la sala de
profesores, las fotocopias, el timbre sonando al término de la clase, el café
con los compañeros, las tapas defectuosas, mal cocinadas, los bares sucios. (…)
Pero queda un rayo de esperanza y finalmente, reconoce
que quizás el fuera el problema, no tanto la profesión. El, que elucubraba
ficciones varias en medio del aburrimiento del análisis de las oraciones
subordinadas de relativo, Recuerdo esta:
“He leído el libro que me prestaste” Pero casi prefería no analizarlas. Nos
quedábamos mirando la frase en la pizarra. ¿Qué libro sería? ¿Quién sería la
persona destinataria del préstamo? ¿Valió la pena leer ese libro? ¿No hubiera
sido mejor que le prestaran cualquier otra cosa, en vez de un libro? (…) Practicaba una explicación marxista de la
sintaxis. Un marxismo cómico, pero al menos nos moríamos de risa.
Y acaba defendiendo, al menos, a sus colegas. Estoy siendo injusto: el único aliado leal
de la redención social de los españoles desfavorecidos es el profesorado. Tuve
inmejorables amigos allí. Vi profesores excelentes, pero el sistema educativo
agoniza; eso es, en realidad, lo que quería decir, es que el sistema educativo
ya no funciona porque se ha quedado varado en el tiempo.
El tema de la pederastia lo aborda MV con claridad a la
vez que con cierta discreción puesto que del cura malnacido solo nos la inicial,
la G, y una fecha, la de 1971, cuando el tenía ocho años. Supongo que no entra
a degüello con el personaje por no provocar litigios judiciales. Porque bien podría
ser que el cura pederasta aún viva. Da igual, en cualquier caso, creo que estas
cosas hay que denunciarlas con todas las de la ley, y parece que nadie se haya
librado de esta suciedad en aquellos años. Lo mismo que explica MV, lo
recuerdo, afortunadamente no en primera persona, pero desgraciadamente sí en la
de buenos amigos de generación. Así lo cuenta MV: Un día de 1971 un cura me llamó. Quería que entrase en el coro del
colegio. (…) Recuerdo la sotana. Una sotana en donde abultaba una barriga.
Todos aquellos curas estaban gordos. Me habló cariñosamente. El franquismo
estaba lleno de curas tarados. Me empezó a acariciar el pelo. Luego comenzó a
hundir sus manos en las mías. Yo no entendía nada. (…) No sé hasta donde llegó.
No lo recuerdo. (…) Mi inteligencia se rompe, mi memoria se detiene. No sabía
qué era aquello, si bueno o malo. Ningún niño lo sabe hasta que pasa el tiempo.
Vuelvo una y otra vez a ese recuerdo, intentando averiguar qué pasó, pero hay
un apagón. Tras las caricias, hay un apagón. (…) El problema del Mal es que te
convierte en culpable si te toca.
Más adelante, hará toda una reflexión mas bien
sociopolítica que judeocristiana sobre la culpa, definiéndola así: La culpa es un poderoso mecanismo de
activación del progreso material y de la civilización, porque la culpa crea
“tejido moral”, y la moral y la ética son los bastiones que mueven la realidad.
Sin la culpa, no existirían los ordenadores ni los vuelos espaciales. Sin la
culpa, no hubiera existido el marxismo. Sin la culpa, tendríamos el cerebro
hueco. Sin la culpa, solo seríamos hormigas.
Finalmente está ese mundo narrativo de MV, esa
reflexión constante sobre la escritura y la literatura y su relación con ambos
pilares de su persona. Ese universo personal que tiene que ver mucho con la
forma de escribir de la que hablábamos al principio y que lo convierte en un
escritor diferente, pero diferente, de verdad.
Empezar el libro así es toda una declaración de
intenciones y una provocación a su vez, es poner toda la carne en el asador
desde la primera línea, es decir, mira, esto no es fácil, ni siquiera sé si es
posible lo que pretendo, si puedo encontrar las palabras precisas:
Ojalá
pudiera medirse el dolor humano con números claros y no con palabras inciertas.
Ojalá hubiera una forma de saber cuánto hemos sufrido, y que el dolor tuviera
materia y medición. Todo hombre acaba un día u otro enfrentándose a la
ingravidez de su paso por el mundo. Hay seres humanos que pueden soportarlo, yo
nunca lo soportaré. Nunca lo soporté.
Pero… en las dos páginas siguientes justifica por qué
no le queda más remedio, como un estigma o como la única manera de dar
respuestas a mensajes oscuros de la realidad, que escribir y escribir este
libro. Y más adelante reconoce que el recuerdo no puede confiarse solo a la
memoria y que el mejor lugar para recoger esos recuerdos, es la pantalla de su
ordenador. La pantalla del ordenador como lugar de culto y de reencuentro con
los fantasmas,
Como yo mandé
quemar el cuerpo de mi padre, no tengo un sitio adonde ir para estar con él, de
modo que me he creado uno: esta pantalla de ordenador. Quemar a los muertos es
un error. No quemarlos también es un error. La pantalla del ordenador es el
lugar donde está el cadáver ahora.
Y lo que sobre todo justifica lo inevitable de la
escritura, su condena inmaterial y transparente, algo así como una narrativa
esquizofrénica propia de MV y acaso de otros tantos escritores, entre los que me
identifico; es una voz en off… Siempre me
viene bien oír esa voz. Es una voz que procede de mi interior, pero parece una
tercer persona. La tercera persona que va en mí. (..)
En otro momento, parece ir aún más lejos en esa defensa
a ultranza de la escritura y la literatura como lo que nos define rotundamente,
cuando recuerda la sentencia del oncólogo sobre la enfermedad del padre, frente
a este, y al propio MV, No creo en los médicos,
pero sí en las palabras. No creo que los médicos sepan demasiado de lo que
somos, porque desconocen el mundo de las palabras.
O lo que sería lo mismo, casi un silogismo, que los
escritores sabemos más de los hombres que los propios médicos, porque los
hombres somos palabras, además de células.
Y la forma en la que se concreta esta narrativa
inevitable, la materialización última de las palabras es de tal excelencia que
lo lleva a uno a no parar de subrayar y anotar fragmentos magistrales, por su
lirismo o por la brillantez de la reflexión, y frases lapidarias. Cosas en
definitiva que emocionan, conmueven, o provocan una pequeña catarsis lectora.
Hay muchos ejemplos, y aunque seguramente cada lector escoja los suyos, una
selección de los míos sería la que sigue.
Por ejemplo el capítulo veinticinco cuando se refiere a
la verdad: La verdad es lo más importante
de la literatura. Decir todo cuanto nos ha pasado mientras hemos estado vivos.
No contar la vida, sino la verdad. La verdad es un punto de vista que en
seguida brilla por sí solo. La mayoría de la gente vive y muere sin haber
presenciado la verdad. Lo cómico de la condición humana es que no necesita la
verdad. Es un adorno la verdad, un adorno moral.
Se puede vivir sin
la verdad, pues la verdad es una de las formas más prestigiosas de la vanidad.
O este otro, en el capítulo ciento cinco cuando habla
del pasado y del recuerdo, de los muertos anónimos, El pasado son muebles, pasillos, casas, pisos, cocinas, camas,
alfombras, camisas. Camisas que se pusieron los muertos. Y tardes, son las
tardes de domingo, donde se produce una suspensión de la actividad humana; y la
naturaleza, que es elemental, regresa a nuestros ojos, y vemos el aire, la
brisa, las horas vacías. (…) Los muertos anónimos están libres del ridículo del
paso del tiempo. No fueron motivo de fotografías recordadas. Son nadie, son
viento, y el viento no hace el ridículo.
No te dejes de
fotografiar nunca.
O el final del ciento diecinueve en el que habla con
cruda nostalgia de la familia perdida, Mi
corazón parece un árbol negro (quizás el árbol negro de la cubierta del libro)
lleno de pájaros amarillos que chillan y
taladran mi carne como en un martirio. Entiendo el martirio: el martirio es
arrancarse la carne para estar más desnudo; el martirio es un deseo de desnudez
catastrófica.
El martirio, me atrevo a añadir, quizás haya sido
escribir este libro, para liberarse MV y desnudarse hasta los tuétanos.
Y luego están las frases lapidarias, dejadas caer como
obuses en medio del discurso. Que a veces son desarrolladas y otras no, como
para que el lector se las apañe con su forma de entenderlas.
“El dinero es el
lenguaje de Dios”… “es la poesía de la historia”, “…el sentido del humor de los
dioses” (páginas 76 y 77)
No esperes a
mañana, porque el mañana es de los muertos. (p.123)
Cuanto más pobre se
es en España, más se ama la Navidad. (p.159)
La fecha de
caducidad es una fecha fúnebre. (p.222)
Las nubes enmudecen
a tu paso hacia el olvido absoluto. (p.229)
La mayoría de ellas, son puras sentencias en verso que
nos remiten a una forma de ver el mundo. Y para mí, la mejor de todas, porque
añade un punto enigmático que a mí me gustaría jugar a desvelar o, al menos, a
dar mi interpretación:
Reformar el pasado
es imposible, pero tal vez no. (p.302)
No me queda otra forma de entenderla que substituyendo
la locución adverbial tal vez, por la
palabra escritor. Porque el escritor es el único capaz de inventar pasados
aunque paradójicamente en esta ocasión Manuel Vilas, seguramente no ha querido
hacerlo y se ha abandonado a la verdad. Porque la necesitaba. Porque la
literatura lo ha curado, porque mostrar como es el dolor, ayuda a superarlo.
Y como colofón final de la terapia, en el último
capitulo MV se remonta al recuerdo inventado de la misma noche de su
concepción, allá por el mes de noviembre de 1961, cuando desde el amor y el
placer, empezó toda la verdad de la vida y la muerte.
Buena reseña, Jordi. Ya hablaremos. Felicidades y un fuerte abrazo.
ResponderEliminarGracias Eugenio, me honra el elogio viniendo de ti. Hasta pronto.
EliminarUn nuevo deleite después de haber leído la novela, leer tu reseña, acertada y profunda. Enhorabuena Jorge.
ResponderEliminarGracias Amanda.
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