Conversaciones con
Mario Levrero
Pablo Silva Olazábal
Valencia, 1ª ed. noviembre de 2017
Ediciones Contrabando
Textos y contextos 3
ISBN: 978-84-947120-8-1
Este libro ha sido un descubrimiento y seguramente se
quede ya por aquí, merodeando entre los trapicheos de mi escritorio. El
protagonista del mismo, el escritor uruguayo Mario Levrero, raro dicen, como si
la lucidez fuera un sinónimo de rareza, es otro descubrimiento y para rematar
la certera carambola, su editor, Manuel Turégano de Ediciones Contrabando, es
el tercer descubrimiento del azar, que es la circunstancia para encontrar las
mejores cosas, justamente cuando no las buscas.
Y luego está el autor, casi lo olvidaba, el escritor y
periodista cultural Pablo Silva Olazábal, uruguayo como Levrero. Silva ha
tenido muchos aciertos en este libro. El primero la idea del mismo por
supuesto, después, como buen periodista cultural el saber preguntar en un libro
de conversaciones y finalmente y sobre todo, el acierto de quedarse en un
segundo plano para visibilizar al máximo a Levrero, que es de lo que se trataba,
y dejar a un lado uno de los mayores males que tenemos los escritores: la
vanidad. Este libro fue editado en Uruguay en primera instancia en el 2008 por
Ediciones Trilce y ahora, como decía al inicio, Manuel Turégano nos lo ha
traído con Contrabando, acaso una de las pocas maneras de traer un libro raro
de un autor raro, en este país de certeras listas de súper ventas.
La estructura de esta joya es sencilla a la vez que
variada. Primero tenemos las conversaciones, que son diez concretamente y están
organizadas por temas relativos a la escritura, la lectura, la edición y otros
asuntos colaterales. Le siguen dos cartas, una a un editor chileno, Francisco Mouat,
y otra a editores argentinos. Vienen después dos páginas de agradecimientos
quizás porque hasta ahí llega la intervención necesaria y directa de Silva. A
continuación tenemos un Epílogo de Ignacio Echevarría y un apartado de Anexos,
muy ilustrativos, compuesto por otro texto de Álvaro Matus, un apartado
titulado Rarezas con una pregunta de
Onetti a Levrero, una reflexión sobre los mecanismos de la creación, y dos
poemas. Se cierra el libro con las últimas dos entrevistas que Levrero concedió
antes de su muerte en 2004, y un perfil biográfico y bibliográfico del
uruguayo.
Las conversaciones son excelentes entrevistas sobre
literatura y la obra de Mario Levrero. Al leerlas, he recordado la defensa del
formato textual de la entrevista que hacía mucho antes Augusto Monterroso en su
Viaje al centro de la fábula (Barcelona,
Editorial Anagrama, 1992): La entrevista es
el único género literario que nuestra época ha inventado. Lo decía con toda
la ironía del mundo, para señalar la pobre aportación de la época, lo sé, pero
en medio de la ironía, considero que las conversaciones que Silva pensó,
estructuró y mantuvo con Levrero de repente son verdaderas piezas yo diría que
de ensayo literario de gran calidad, lo que vendría a darle la razón a
Monterroso. Un Monterroso al que sin embargo no aplaudía Levrero y sí Pablo
Silva, porque a lo largo de las conversaciones también hay discrepancia. Se
estaban refiriendo a la relación entre el talento y el compromiso existencial
con la literatura por parte de los escritores y al mencionar al guatemalteco
dice Silva:
(…) Augusto
Monterroso. Mario levantó las cejas y dijo, “ah, el modelo de antiescritor”. Lo
miré y no tuve que preguntar nada para saber de inmediato qué significaba eso: aludía al peso de lo erudito y lo
intelectual en un escritor, en detrimento de lo otro, del lado oscuro y
racional.
(…) Pero aún con
todo eso, a mí me gusta Monterroso. (pp.122-123) seguía diciendo
Silva, cosa que comparto con el.
Otra cosa es la reflexión acertada de Levrero al
respecto y que uno como lector sepa discernir lo que tiene delante cuando lee y
en qué momento lo hace. En mi caso por ejemplo, Monterroso fue otro
descubrimiento gozoso de hace casi
veinte años en una época en la que aún andaba muy metido en las técnicas y no
tanto en la voz propia y en la libertad a la que uno va accediendo, o cree
hacerlo, con los años. Si vuelvo a Monterroso lo disfruto, lo aplaudo y lo
valoro en lo que tiene de ingenioso y de chiste, bien entendido el término en
el mismo sentido en el que el propio Levrero lo utiliza justamente refiriéndose
a Monterroso:
La estructura del
cuento es, para mi gusto, exactamente igual a la del chiste. La diferencia
entre uno y otro es que el cuento no busca necesariamente hacer reír (el chiste
es una categoría especial de cuento). El famoso cuento más breve del mundo, que
consta de siete palabras, es un magnífico ejemplo de cuento (“Cuando despertó,
el dinosaurio todavía estaba allí”). (…) (p.34)
Pero sigamos con las entrevistas. En ellas se habla de
cómo Levrero concibe la condición de escritor, de cómo solo se puede crear
desde la libertad absoluta.
En mi opinión, lo
principal, casi diría lo único que importa en literatura es escribir con la
mayor libertad posible. En todo caso podés usar técnicas para corregir, pero
jamás para escribir. (p.19)
(…) Las cosas más
propiamente literarias las he escrito con la mayor libertad. (p.77)
Con afirmaciones tan valientes, tan personales y que
tan bien ilustran la libertad y la honestidad como estas:
Ser escritor no
significa escribir bien (hay quienes escriben mal, como Roberto Arlt, o con un
lenguaje poco literario, como Kafka, y sin embargo son grandes escritores),
sino estar dispuesto a lidiar durante toda la vida con tus demonios interiores.
Y esa lucha no puede ni debe ser impuesta desde afuera, sino que forma parte de
la búsqueda o el encuentro personal de cada uno.
Por otra parte,
sólo son opiniones mías; no es la palabra de Dios; lo mejor es usar tu propio
criterio. (p.29)
Llega su idea de la libertad creativa hasta tal punto, que de repente comporta
crear sus propias reglas como escritor: (…) para
escribir cada cual tiene que hacer sus propias reglas. Exactamente (responde
Levrero) Y si es posible, hacer las
reglas después de escribir, como para no atarse ni siquiera a las propias
reglas. (p.58)
Sobre el acto de la lectura y la escritura, dos
fenómenos que uno concibe como sinónimos, si bien cambian a su vez en función
de que quien lee o escribe sea solo lector o solo escritor, también deja su
opinión Levrero sobre la mesa de disecciones. Pero es esta una opinión, cabe
puntualizar, de quien escribe, claro. Un escritor no lee jamás de la misma
manera que lo hace un lector por atento que este lo sea. El escritor conoce la
soledad del taller, la intimidad de la cocina del escritorio, ve las costuras e
hilvanes que precedieron al resultado final, lee también el borrador invisible,
incluso el texto que podría haber sido en lugar del que es.
No sé dónde leí
hace poco que escribir es una forma de leer; o que el escritor escribe para
leer lo que va apareciendo. Por otra parte, leer es una forma de escribir;
mientras leo voy construyendo el libro que viene a ser mi libro, aunque el
autor sea otro. En todo esto parece imposible hallar alguna medida de lo que
llaman objetividad. (p.63)
Sobre el tema universal del estilo y la forma, los
esquipara y abunda en ello con alguna idea que no resultaría novedosa en
principio:
(…) Volviendo al
estilo personal, tema infinito, insisto en que no es lo que se cuenta, sino el
cómo; y no por la perspectiva sino por la forma de contar. Desde dónde se
cuenta. Si lo hacés desde el yo, el estilo suele salir convencional, o bien
rebuscado o trabajoso. (p.76)
u otra más profunda y comprometida como esta:
(…) El estilo
personal proviene, según mi experiencia de un otro yo, al que el yo suele
molestar cuando interviene. (p.76)
Lo que significaría que para Levrero el individuo
escritor siempre tiene o debería tener dos caras, la aparente, y la otra,
cuando es escritor. Y no puedo estar más de acuerdo, es una sensación, o una
intención, un trance que uno experimenta cuando vive y espera el momento para
seguir viviendo en otro plano al escribir, al recluirse en el espacio
incorpóreo de su imaginación.
Más adelante, sobre el estilo y la forma, hay un
momento en el que es Levrero el que comenta un cuento de Silva, y en medio de
esas valoraciones, aún será más rotundo:
(…) ¿Y qué te
parece? Eso es lo esencial, es la literatura misma. La forma no es algo que se
le cuelga a un texto, como quien da una mano de pintura. La forma ES el texto;
los contenidos tienen una importancia menor, y siempre se pueden transmitir por
otros medios. La forma y el contenido son una sola cosa; no podés forzar una
sin destruir la otra. No podés cambiar arbitrariamente de envase sin alterar el
producto. (p.109)
(…) El estilo es
innato; sólo tenés que dejarlo manifestarse. Los que luchan por fabricarse un
estilo son los que no pueden mirar hacia dentro. (p.109)
Hasta aquí, lo extraído de las conversaciones, aquello
que mi lectura y mi forma de ser como lector y escritor destaca por ser una
forma de certificarse a uno mismo, o también de abandonar tópicos, de “perder
teorías o ideas” que podría decir otro admirador de Mario Levrero como es Enrique
Vila-Matas para ilustrar la búsqueda interior.
En el segundo apartado misceláneo, algunas ideas
Levrerianas vuelven con más fuerza en los textos de otros o en las entrevistas,
con algún matiz que vale la pena sumar y destaco algunas otras no comentadas.
Pero también se añaden las de Pablo Silva tamizadas por la omnipresencia de
Levrero. Como cuando le escribe al editor chileno de Lolita Editores, Francisco
Mouat, y para referirse a la manera de escribir de su compatriota dice:
(…) Dice Mario:
“La literatura
propiamente dicha es imagen” (p.117)
Y sigue ahora el propio Silva:
(…) Mario le daba
gran importancia a esta idea –en literatura las palabras deben comunicar
imágenes-; por tanto, las reflexiones, la filosofía, la frase ingeniosa, los
datos informativos no constituyen el nudo de la materia literaria. (…) (p.117)
Y más adelante Silva apoya la idea de Levrero con una
célebre cita de Nabokov:
(…) En una
entrevista le preguntaron a Vladimir Nabokov si al escribir él pensaba en
inglés o en ruso y el autor de “Lolita” respondió: “pienso en imágenes”.
(p.119)
En la carta a los editores argentinos, entre otras cosas,
Pablo Silva vuelve a ilustrar lo que significaba escribir desde las imágenes:
(…) Uno de los
talleristas virtuales pregunta qué quiere decir “escribir con imágenes” La
respuesta, bastante larga, da una señal: la buena literatura es la que hace
presente lo no dicho. (Pablo Silva)
Y muestra la explicación de Levrero:
“Que el relato
surja de la imaginación, y no de la invención. Que cuentes lo que ves (o
percibís, en general) cuando mirás hacia dentro, y no lo que sabés o lo que
pensás. Eso es literatura en estado puro, en esencia.” (…) (p.127)
Y también se refiere a una visión muy particular de la
corrección y a la voz propia. Dice Silva:
La palabra
corrección está íntimamente vinculada a lo correcto, y en literatura lo
correcto no siempre es lo mejor. Esto es algo que los escritores solemos
olvidar. Esta anécdota de Mario también lo recuerda:
“Los textos
necesitan corrección, es cierto. Yo nunca publico nada sin que por lo menos
alguien de mi confianza lo haya leído y me haya señalado lo que suena mal.
Hace unos años
entusiasmado con la electrónica corregí una novela eliminando repeticiones
abusivas de “que”, “de” y mil cositas más. El texto quedó perfecto. Después se
publicó un fragmento en una revista y cuando lo vi agarré una terrible
depresión. No era mi texto. No era nada. Era un mamarracho insufrible. Por
suerte había conservado la versión anterior, con una etiqueta que decía “para
quemar” (y de haragán no había quemado nada), y me tomé el trabajo de restituir
al texto absolutamente todo lo que había corregido. Y por suerte, así se
publicó. Llena de esas imperfecciones que hacen mi estilo” (p.132)
Y sigue Pablo Silva:
(…) Personalmente
la próxima respuesta de Mario, la última de la selección, es una de mis
preferidas. Para alguien que se pregunta ¿cómo darse cuenta que estoy
escribiendo con voz propia? Una respuesta que es un verdadero faro:
“Sabés que estás
escribiendo con voz propia cuando no te reconocés fácilmente en lo que
escribís; cuando el texto te parece ajeno y al mismo tiempo sabés que es
propio; cuando los personajes hacen lo que quieren y no lo que vos querés;
cuando el texto te llega a tal velocidad que casi no te da tiempo a ponerlo en
palabras; cuando te sentís como un dios”. (pp. 132-133)
Esta explicación me hizo pensar en algo mío, escrito al
menos hace veintiún años. Algo que podría parecer ajeno pero que quizás no lo
sea tanto. Porque, ¿qué hay más propio que los nombres de tus hijos? Pues bien,
después de nacer mi segunda hija que ahora tiene esa edad, yo, autor junto a la
madre obviamente de sus nombres, escribí: cuando nacisteis os puse un hombre, y
ya jamás he vuelto a ser Dios.
Viene a
continuación el epílogo de Ignacio Echavarría, titulado “Levrero y los pájaros”
en el que hace un análisis exhaustivo del estilo del escritor uruguayo. En el
añade visiones interesantes como el planteamiento de Levrero de la literatura
como “el intento de comunicar una
experiencia espiritual”, en palabras del propio autor “mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no
invenciones”, un interés por todo lo onírico y el mundo de los sueños donde
según el, se encuentra la esencia individual, la manera de ser única, el yo y
por lo tanto ese estilo del que venimos hablando, esa voz propia. Pero al mismo
tiempo reconoce el reverso trágico, la falacia, la imposibilidad de retener
mediante la escritura las experiencias luminosas del espíritu, a pesar de lo
cual, sabedor de ello, escribirá desde su propio fracaso para narrar la
oscuridad y la necesidad de la luz. Nace así la obra quizás más representativa
de Levrero: La novela luminosa. Y
será esta obra, como consecuencia de todo este juego de azares y de carambolas
del que hablé en la introducción, la primera que pienso leer en cuanto la tenga
y le haga un hueco, a codazos, en la obesa estantería de lecturas pendientes.
Para terminar, en los Anexos, cabe destacar lo escrito
por Álvaro Matus, una especie de descripción muy personal de los tics de
Levrero y de sus obras, y del apartado titulado Rarezas, la reflexión sobre los mecanismos de la creación a los que
Levrero relativiza e incluso resta la trascendencia que otros querrían darle,
inclinándose una vez más hacia los procesos intencionales. En cuanto a las
últimas dos entrevistas que Levrero concedió antes de su muerte en 2004, la
última es más descriptiva, más biográfica, me interesa más la penúltima que se
abre con la siguiente afirmación:
El arte es
hipnosis. Es crear una especie de máquina de hipnotizar a otra persona para
transmitirle vivencias o experiencias anímicas que no se traducen en hechos
perceptibles. (p.179)
Y que termina con la insistencia, una vez más, de que
quien pretende ser escritor debe serlo desde la libertad y desde el yo, limpio,
sin más. Le están preguntando por sus talleres:
(…) El objetivo de
tu taller sería que una persona escriba desde su voz interior…
Claro, Que el alumno
sea lo que es.
¿Pero no se
necesitan otras cosas? ¿No hay cuestiones técnicas de equilibrios, balance,
proporción?
Todas esas medidas
las inventaron los críticos a posteriori. Primero está la obra y después el
análisis de los recursos, las técnicas y de esto y lo otro… el artista no tiene
que pensar en eso. El artista tiene que pensar en lo que siente y en lo que
está viviendo en su mente y ponerlo. Eso ya tiene un equilibrio propio, un
equilibrio artístico que no se construye con técnicas. (…) (p.184)
Se me ocurre de repente que podríamos llamarlo alma…
como la de los violines. Tenerla o no hace que suenen o no suenen. En la
escritura sería lo equivalente a sugerir y a emocionar, y con ello, convencer y
embaucar al lector.
Sin alma, no hay arte.
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