Solenoide
Mircea Cărtărescu
Traducción de Marian Ochoa de Eribe
Posfacio de Marius Chivu
Novela, 794 páginas
ISBN: 978 84 17115-45-6
Madrid, 3ª edición de 2018
Editorial Impedimenta
Algunos amigos y colegas me habían insistido en que debía leer esta novela. Y a veces ocurre que la ecuación entre la confianza en el criterio del recomendante, y la lectura propia, da un buen resultado, como así ha sido; de diez. Con ellos hemos venido cruzando más de un comentario y reacciones de asombro ante los calambrazos de placer que nos producía la lectura, en algún caso, casi casi a la par. Y ahora soy yo quien no he podido evitar recomendarla a otros literaturadictos. Esta es la magia de los descubrimientos compartidos entre lectores de raza de los que me fío mucho más que de la crítica oficial, casi siempre, interesada. Otra cosa es la lectura de cada uno, y cómo se sedimenta en nosotros, creando distintas emociones, porque cada lector lee y reconstruye lo leído desde su individualidad.
De hecho, disculpen la presunción, Solenoide no es una novela para todos los públicos, sino para mayores de edad literaria, es una novela para un público muy concreto, para aquellos que huimos del best seller comercial y buscamos la excelencia, la sorpresa, lo nutritivo que enriquece el intelecto y el fino paladar de la lectura, aquello que te mejora como lector. Así que antes de seguir leyendo, quedan advertidos. Podrían ahorrarse el tour de force, o bien dejarse llevar hasta sus límites.
Yo, que no puedo evitar escribir sobre las lecturas que me zarandean, aquellas que celebro entusiasta, afronto esta reseña como un compromiso con mi condición de lector, porque la lectura de Solenoide es un reto, porque la novela de Cărtărescu te pone a prueba desde la primera hasta la última línea.
Para empezar podría decir que Solenoide es una novela mágica, desconcertante, poliédrica, surreal, poética, sorprendente, única, compleja, reflexiva, reveladora, detallista, filosófica, exigente, contundente, tierna, dura, veraz, atrevida, comprometida, tensa, incisiva, terrorífica, precisa, hipnótica y magistral…
Y todo ello es cierto y cabrían otro puñado de adjetivos y la reseña podría estar terminada ya para decirles simplemente que están obligados a leer esta joya, que hacerlo podría marcar una frontera en su vida de lectores, un antes y un después. Y que eso les puede pasar aun habiendo leído ya a Kafka, a Rulfo, a García Márquez o incluso a Proust, por poner cuatro ejemplos imprescindibles.
La novela nos cuenta las confesiones vitales de un profesor de rumano, con su triste y dura infancia y adolescencia acuciadas por el abandono y la tuberculosis, por la decrepitud de una sociedad represora y por un mundo exterior enajenante. Lo salvan la inevitable enfermedad literaria como refugio, la interpretación de la vida a través de lo onírico y el amor; que forman un conglomerado fundacional de un personaje que se quedará ya grabado en la historia de la literatura reciente.
Pero no, esto no puede quedar aquí, en un puñado de adjetivos y una recomendación generosa; no. Voy a intentar explicarme afrontando, como un kamikaze, la falacia de desmenuzar el prodigio pertrechado por Cărtărescu. Y para ordenar el complejo universo de la obra, me apoyaré en la tan clásica como eficaz división entre el contenido y la forma narrativa.
LOS SOLENOIDES DE CăRTăRESCU
Al albergar mi ejemplar extraordinariamente editado por Impedimenta, no pude evitarlo, así de eléctricamente profano soy; me fui a buscar el significado de la palabra solenoide. Y resultó que se trataba de una bobina eléctrica, un espiral de material conductor capaz de crear un campo electromagnético para abrir o cerrar una válvula. Y de la sorpresa fui pasando, capítulo a capítulo, a la comprensión del magnetismo literario y al solenoide como una bella metáfora de ese magnetismo… El narrador protagonista localiza a lo largo de la novela seis solenoides misteriosos sobre un mapa de Bucarest, y a mí me apetece seguir con esa imagen para dividir el contenido en seis solenoides temáticos.
1.El solenoide de los recuerdos
¿Se puede salir indemne de una infancia y una juventud como la del protagonista, héroe sin nombre nacido como su trasunto Mircea Cărtărescu, en la Bucarest del año 1956?
A la vista está que sí, una vez más vivir para contarla, y resultar ser escritor el uno y el otro a pesar de todo y explicar los entresijos de la pesadilla. Desde la descripción del lugar donde nace el narrador encontramos, entre otras muchas sensaciones, una gran tristeza y decrepitud:
La calle, miserable y desoladora, se perdía en el horizonte, en medio del bochorno estival, bajo los cielos gigantes, blanquecinos, que solo se ven sobre Bucarest. De hecho, yo nací allí, en el barrio de Colentina, en el arrabal, en una maternidad ruinosa improvisada en el antiguo edificio de un medio garito, medio burdel, de antes de 1944, y me pasé mis primeros años por Doamma Ghica, entre un laberinto de callejuelas digno de un gueto judío. (p.23)
La sensación de no haber sido un hijo deseado, celebrado o directamente otra cosa distinta a la realidad:
Mi madre me crio como a una niña bajo los inmensos cielos del arrabal. (p.213)
Una realidad que sin embargo no es otra que la de haber perdido en el parto a su hermano mellizo o gemelo, Víctor, cuyo tierno fantasma lo persigue toda su vida como un anhelo. Quizás también de ahí, una razón más para la soledad:
Tenía cinco años y tres meses cuando, en un otoño húmedo y brumoso, nos mudamos al bloque de Ștefan cel Mare. (…)
Allí, en aquel apartamento de tres habitaciones del quinto piso, pasé la mayor parte de mi infancia, así como toda mi adolescencia de fantaseador y de esquizofrénico, solo como no lo ha estado jamás ninguna otra criatura en este mundo. (pp. 301-302)
Y de la figura de un padre ausente tanto física como emocionalmente:
Pensé en mi padre, en extraño para mí. Me pregunté qué sabía de él. Era el hombre de la casa, el que traía el dinero. Aparecía por la noche, poco antes de la cena. Leía “Sportul”, comía, veía un rato nuestro pequeño televisor en blanco y negro y se acostaba en la misma cama que mi madre. ¿Qué había el resto del día? ¿De dónde salía el dinero con el que vivíamos? No lo sabía, no era asunto mío. Yo le tenía miedo, temía sus arrebatos de furia, pues me había golpeado unas cuantas veces con el cinturón, Pero lo cierto es que se pasaba la mayoría del tiempo absorto, con la mirada perdida en el vacío, como un autómata pintado a mano, olvidado, con el periódico “Sportul”, en un sillón. (p.511)
Sin embargo, con respecto a la figura de la madre hay una reconciliación, desde su etapa adulta y ya como padre, que tiene algo de ruego y de revelación mariana, un perdón bidireccional, hacia sí mismo y suplicado a la madre ausente. Pero esto ocurre, ya prácticamente al final de la novela, en un final delirante y profundamente poético, como una apertura en canal y un testimonio de vida. Se trata sencillamente de un visión íntima y onírica cuando ya no le queda otro recurso para volver al tan lejano y breve regazo materno.
No tuve que esperar a llegar al umbral de mi muerte. (…)
La palabra que formé sin titubear fue MARIA. (…)
Allí, en su catafalco, acostada y joven y castaña y bella, con los ojos abiertos, llenando toda la estancia con su perfume de adelfas, dormía mi madre.(…)
Me incliné sobre ella y, sollozando de repente como un niño, le susurré entrecortadamente: “¡Mamá, nunca he encendido una vela por ti!”. Me senté en el suelo frío, con la cabeza apoyada en el sepulcro, y lloré hasta que me quedé sin lágrimas, pidiéndole, entre suspiros y gemidos, una y otra vez, que me perdonara. (pp.763-764)
A los primigenios recuerdos de la infancia es crucial añadir un factor determinante: la débil salud del protagonista, la angustiosa descripción de los médicos y los consultorios y la vergonzosa asimilación de la enfermedad de la tuberculosis.
Luego me ponía las inyecciones de rigor, no puedo imaginar mi infancia sin ellas: penicilina, estreptomicina. (…)
La palabra “dispensario” me aterroriza todavía hoy, pues tras esas sílabas se esconde el tintineo de las cajas niqueladas, la vibración de las estanterías de cristal y el olor a moho de la penicilina, el verdadero olor de mi infancia. (p.219)
También allí me hacía las radiografías de pulmón pues, al parecer, la doble neumonía de mi primer año de vida me había dejado unas secuelas en el pecho que al cabo de unos años acabarían llevándome al sanatorio de Voila. (p.249)
(…) Llegaba a casa con el cerebro enloquecido de dolor, pues para entonces el efecto de la anestesia había empezado a desaparecer. (p.261)
En el tercer curso me diagnosticaron una enfermedad vergonzosa. (p.306)
Aquella mañana de marzo nos sometieron por primera vez al test de la tuberculina. (p.307)
Y finalmente, como consecuencia de esa frágil salud, en otoño de 1965 es trasladado a un sanatorio para niños tuberculosos llamado Voila, en los montes Bucegi. Una dura situación para un niño de nueve años. Así nos explica el día en que le comunican su destino inmediato:
Al día siguiente, sin embargo, me desperté en mi cama, lleno de marcas moradas en las nalgas y las piernas. Mi padre, para mi sorpresa, no había ido a trabajar aunque no era domingo. Estaba sentado a la mesa con la expresión que más odiaba yo: la de culpa. Antes de que pudiera levantarme, llamaron a la puerta, luego, mi madre, mi padre y la doctora Vlădescu entraron en mi habitación, donde, envuelto entre las sábanas, con el pijama arrugado y sudado como un trapo de fregar el suelo, yo trataba de descansar. “Cariño –me dijo mi padre tras un rato en silencio–, a partir del otoño no volverás a esta escuela, a la del paseo, Irás a otro sitio, al sanatorio e Voila…” “Es un sitio muy bonito, en las montañas, allí te pondrás bien”, intervino también la doctora, mirándome apenada. “Estarás allí todo el tiempo, allí estudiarás con muchos niños… De vez en cuando irán tus padres a visitarte, te llevarán cosas ricas e incluso juguetes, ¿verdad?” Y miró a mi madre con fingida alegría. Pero mi madre no pudo responder porque se había echado a llorar. (p316)
Serán dos años tortuosos y solo dos visitas de los padres. Dos años en los que únicamente guardará el buen recuerdo de la amistad con otros niños enfermos y abandonados, la unión y la complicidad que les regala la trágica adversidad de un lugar sombrío, cruel e inhóspito, nada que ver con el sanatorio para burgueses de Thomas Mann, al que alude el narrador.
Viví casi dos años en aquél mundo artificial, tan alejado de la vida verdadera como la montaña mágica de Castorp, tomando por las noches las ocho pastillas de hidracida, pequeñas y amarillentas como las semillas de los gusanos de seda, atormentándome por las noches por unas incontrolables, agónicas ganas de orinar, vomitando los guisados y los cocidos de la cantina y haciendo los deberes, despacio y meticuloso, con mi estuche de madera. Si no hubiera conocido a Traian, no habría sabido jamás qué sucedía de verdad en aquel falso sanatorio para falsos niños tuberculosos, (pp423-424)
Y cómo no, la huida tan desesperada como condenada al fracaso.
Entonces decidí huir. No podía quedarme en Voila ni un minuto más. “Me voy también yo”, me susurró Traian. De modo que bajamos de inmediato de la repisa y nos dirigimos a nuestros armarios. (…)
Escapamos por el ventanal dejándonos caer sobre la hierba, en la parte trasera del pabellón, desde una altura considerable, porque la cuerda no llegaba hasta el suelo. Atravesamos luego el inmenso patio del sanatorio y alcanzamos, sin que nadie reparara en nosotros, la valla de la entrada. (…)
Nos alcanzaron cuando estábamos llegando a Ploiesti. (p.524)
Probablemente, en este solenoide de los recuerdos, el peso de la infancia es tan grande, sin necesidad de evidencias freudianas, que la adolescencia no ocupa tanto espacio en la primera parte aunque, como se verá, seguirá siendo una dura etapa de supervivencia. En la adolescencia además, empieza a aparecer otro de los temas nucleares de la novela, como lo es la literatura como refugio.
A los dieciséis años mis padres me enviaron a un pueblo a orillas del Danubio para que cambiara un poco de aires en las interminables vacaciones de verano. En aquellos tiempos yo podía pasar semanas enteras sin hablar con nadie y cualquier salida era para mí una aventura que esperaba con avidez aunque se tratara de un viaje al infierno. Era un adolescente al borde de la locura. Me pasaba casi todo el día leyendo y
muchas veces el alba me pillaba con un libro entre las manos. Solo cuando oía el paso de los primeros tranvías por Ștefan cel Mare cerraba el libro y me acostaba. No tenía amigos. Cuando la soledad y la desesperación me resultaban insoportables, salía a caminar por calles secundarias, desconocidas, con casa antiguas, burguesas, llenas de amorcillos y gorgonas. (p.137)
2. El solenoide de la antigua Rumania comunista
El contexto histórico de la novela abarca desde los años sesenta hasta los ochenta, en una Rumania sometida a la dictadura comunista de Nicolae Ceaușescu, y como no, ello tiene su peso en la atmósfera, en el marco, en la psicología de los personajes e incluso en la intencionalidad y en la forma de contar la asfixiante realidad. El marco temporal y el contexto coinciden con el del autor que ha reconocido cómo el comunismo destruyó Rumanía y a las personas como él, a quienes les robaron la infancia y la adolescencia según hemos visto en el apartado anterior.
Empezando por la escuela, aleccionadora, cuna de la propaganda del régimen en la que el protagonista ya es un triste y discreto profesor de lengua y literatura rumana, el tonto del profe de Rumano, que no les pega nunca, una escuela en la que la inmensa mayoría de profesores, literalmente muelen a palosa los alumnos, en la que el temido director, Borcescu, aplica a alumnos y maestros interrogatorios “gestapistas”, o infunde la cultura del miedo mediante sus discursos:
Empieza la reunión con un aburrimiento desesperanzador, siempre lo mismo, con Borcescu farfullando directivas del partido, citas del Camarada, perogrulladas sobre pedagogía, ética e igualdad en nuestra sociedad socialista. (p.614)
(…) deber patriótico de reciclar los desechos para contribuir así, según la capacidad de cada alumno, al bienestar de la patria. (…) La ley es la ley. Esa cantidad era la que se había fijado por alumno y esa era la que debían traer. De lo contrario se podía llegar a expulsar al niño de la escuela, tras los castigos preliminares, por supuesto, como tirarles de las patillas, golpearles con la regla en los dedos, bajarles los pantalones delante de clase, ponerles menos nota o hacerles repetir curso. (p.615)
(…) Muchos alumnos que no conseguían reunir lo que se les había pedido se escapaban de casa o no volvían a clase, algunos habían intentado incluso suicidarse. (p.616)
(…) “Estimados colegas –continuaba Borcescu, escupiendo entre el único par de dientes, amarillos y torcidos como los de un jabalí, que le quedaban en la boca– les recuerdo que es una obligación del partido de prioridad cero… Sí, cero, camaradas. (p.617)
Por no hablar de la miseria en la que viven los pobres alumnos, tan atados a la subsistencia y la necesidad, tan alejados de la cultura como salvación, cuando la salvación es procurar comer cada día…
Los pobres escolares (…) no son capaces de aplicar nada de lo que aprenden. Tampoco resulta sorprendente. Los ves todo el día en la cola del pescado o la del queso, estrujados por una masa que empuja hacia delante porque nunca hay suficiente para todos. (…) Mejor no preguntar a los chavales cómo hacen los deberes, avanzada la noche, a la luz de una lámpara de alcohol colgada de la pared, después de terminar muchas y pesadas tareas domésticas. ¿Qué significan para ellos las estupideces que escuchan en la escuela (morfología y sintaxis, álgebra y trigonometría)? ¿Qué relación tienen con su vida? Tan solo una: recitar de memoria, de carrerilla (…) (p.383)
Hablamos de una escuela en la que obviamente se impartían materias como la PTAP, Pregătirea Tineretului pentru Apărarea Tării (Preparación de los Jóvenes para la Defensa de la Patria), algo parecido a la Formación del Espíritu Nacional del franquismo, no hay que ir tan lejos, y en la que de vez en cuando aparece algún profesor colega del protagonista, que se atreve a bromear con ironía sobre el régimen imperante:
(…) como decía socarrón el jefe de taller, Eftene. También él soltaba a veces, mientras los chavales le daban a la lima, alguna observación contraria a los principios que le costaba siempre una reprimenda: “El trabajo convirtió al hombre en mono”, por ejemplo, o “En el capitalismo existe la explotación del hombre por el hombre. En el comunismo es al revés” (p.231)
3. El solenoide amoroso-sexual
El amor y el sexo son experiencias globales y mitológicas para el profesor sin nombre. Globales porque aúnan lo espiritual con lo filosófico y lo físico con fantasías oníricas, con la idea de trascender a otros planos de la existencia. Global y maravilloso añadiría, pues en medio de la tristeza y la mediocridad de la vida el amor y el sexo representan, como la literatura, otro oasis de salvación. Mitológicas porque a excepción de las dos más importantes, Irina y Stefana, las mujeres de la novela tienden a la idea de la mujer gigantesca y envolvente, la idea multicultural e histórica de la mujer que devora cual mantis religiosa al macho o bien la mujer como trasunto de la madre ausente. He pensado muchas veces en las mujeres gordas, diseminadas como unos curiosos ganglios a lo largo de los vasos linfáticos de mi vida. –dice en la página 449, al iniciarse el capítulo 31. De otra mujer, Florabela, compañera profesora de matemáticas en el colegio, en otro momento dice (…) estaba completamente sola, tal vez porque resultaba imposible imaginar a un hombre apropiado para ella, capaz de resistir los ávidos ahogos de sus brazos y de sus piernas (…)
Pero la primera mujer importante será Stefana, con quien el protagonista llega a casarse para separarse después.
De todos los episodios de mi más que anodina vida, el matrimonio es el que más me ha asustado. Tal vez porque es el único que no debería haber existido, el que no tiene nada que ver con el eje de mi existencia. (…) descubriría, en los catorce meses que viví junto a Stefana, que el matrimonio era muchísimo peor que la horca… (p.575)
Con ella, la experiencia carnal no será transcendente.
Hacíamos el amor en la posición más simple, ese es el motivo por el que ya no recuerdo su cuerpo. Era la banalidad luminosa del sexo con alguien a quien quieres, sin amarlo con pasión, como si no practicáramos el sexo, como si tampoco hiciéramos el amor, sino que simplemente nos abrazáramos como unos viejos amigos que se reencuentran. Jamás, en mis fantasías eróticas posteriores, me he excitado al recordar mis noches con Stefana, pero tampoco me arrepiento de ellas. Nos abrazábamos y eso ya era para mí plenamente satisfactorio. (p.576)
Hasta que de repente, una mañana al levantarse ella no está en la cama, él va a buscarla, y dice extrañarse al verla como si de repente fuera otra persona. Inesperadamente se había transformado hasta enfermar, hasta caer en el deterioro psíquico, de la depresión a la psicosis y de esta al miedo. Despertarse en mitad de la noche y sorprenderla observándolo en la oscuridad. Y finalmente, la separación irremediable.
Pero el verdadero amor del protagonista será Irina. Con ella el amor y el sexo alcanzan la plenitud en el sentido en que los hace felices y necesarios el uno para el otro y cuya culminación es una hija, la experiencia de la paternidad que a él, de alguna manera, lo reconcilia con la vida y lo equilibra frente a su angustia existencial crónica. Qué mejor manera de empezar, ese “empezar todo” que siendo ella, acaso la primera, la única capaz de descubrir en él su íntima y silenciosa condición de poeta desde la frustración inicial a la que más tarde me referiré…
De vez en cuando viene a verme Irina. Es nuestra enjuta y desvaída profesora de Física. Unos increíbles ojos azules iluminan sin embargo su rostro, que recuerda al de una mártir. No he visto nunca unos ojos como los suyos. (p.101)
Tuvieron que pasar más de dos años para que llegara a conocerla, si es que alguna vez se puede llegar a conocer a alguien de verdad. (…)
Ese día, cuando estábamos en el tranvía, apretujados el uno contra el otro en mitad de aquella muchedumbre bestial, giró de repente la cabeza hacia mí y me preguntó: “¿Eres poeta?”. Sin embargo, en su cara se dibujó una sonrisa inocente, como si quisiera quitar hierro a la extraña pregunta. Decidí al instante tomármelo a broma, y le respondí también yo con una sonrisa: “¿Qué te hace pensar eso?”. “Es que creo que solo un poeta se comportaría como tú… Cuando estamos en la sala de profesores, por ejemplo, te quedas mirando fijamente por la ventana sin soltar palabra… Jamás en mi vida he conocido a nadie más silencioso”. Sonreía y me miraba a los ojos –por primera vez– sin dejar de insistir en su absurda historia: “Creo que, en cierto sentido, nos parecemos mucho”.
Así empezó todo, no entre nosotros, pues no se trata de ningún “entre nosotros”; simplemente así empezó. (pp.102-103)
Y de ahí a la transcendental experiencia física con Irina.
(…) no he tenido nunca una experiencia más oscura y más fantástica, más carnosa y más dulcemente atroz. (p.106)
Irina además, así lo imagina y fantasea su amante poeta, sublimando la relación carnal con ella, tiene una virtud maravillosa, fantástica e inaudita, la que haría las delicias del poeta Oliverio Girondo, o del actor Darío Grandinetti, que recita el poema de Girondo, “Espantapájaros” en la mítica película “El lado oscuro del corazón” de Eliseo Subiela de 1992; Irina sabe volar…
(…) Irina levitaba en el aire ocre y todo parecía un recuerdo antiguo, imposible de localizar. (p.107)
(…) Nuestra sexualidad ha ganado muchísimo gracias a la levitación. Nos amamos en el aire, sin esa torpeza propia de enfermos graves condenados a tener los cuerpos pegados a la cama. (p.109)
Y la idealización poética y delirante la podemos ver en las descripciones de los momentos de éxtasis sexual:
Cuando nuestro grito epileptoide ha terminado y nuestros miembros se han calmado, encendemos la luz, y la imagen –violenta en el espejo– de nuestros cuerpos flotantes rodeados de gotitas de esperma y sudor, el cabello enredado, completamente empapado, de Irina, nuestros miembros, nuestros sexos llenan hambrientos la realidad, de repente extraña, insoportable. Nos dejamos caer entonces entre las sábanas, nos tumbamos en la cama que cruje bajo nuestros cuerpos, tan pesados como si lleváramos corazas de plomo y, tras apagar de nuevo la luz, nos sumergimos (llevamos
esperando ese momento desde que una horas antes empezáramos a desnudarnos) en nuestra verdadera vida secreta, respecto a la cual el amor físico no ha sido sino un débil e insignificante preludio. (p.110)
Pero cuando estallamos ambos, vencidos por el orgasmo avasallador, palpitante, que sin duda nos mataría si durara más de unos minutos, nos escondemos tras nuestra piel, tan ignorantes y atemorizados como hemos sido desde que vivimos en este mundo. (p.529)
4. El solenoide existencial
Me resulta evidente que Mircea Cărtărescu ha leído, yo diría que con suma atención e interés, la obra de su compatriota Emil Cioran. Y a mi parecer, en “Solenoide” ha creado un personaje que ilustra a la perfección gran parte de las filias y las fobias del Cioran filósofo o escritor filosófico, y su sentimiento trágico de la vida. Y al pesimismo ilustrado, la ironía sobre la enajenación humana a la que Cărtărescu además, añade la poesía, la narrativa poética con toda su contundencia evocativa. La novela está literalmente atravesada por esta corriente de escepticismo existencial, y son muchos los ejemplos que podría citar, basten al menos los que están más relacionados con Irina y el consuelo narcótico del amor:
Irina y yo, igualmente solitarios, igualmente sin destino, a la espera de que nuestra vida llegara a su fin. La gran huida nos parecía, en aquellos instantes, un sueño como todos los demás. (…) Nos acostamos y nos quedamos dormidos de inmediato, deseando no volver a despertarnos jamás. (p.574)
Con la sensación de fracaso vital personal y literario del narrador protagonista:
No he vivido en vano, me digo a cada instante de mi vida, por no haberme convertido en escritor, por ser un pobre profesor de Lengua Rumana, por no tener familia ni dinero ni fama en este mundo, o por vivir y morir entre ruinas, en la ciudad más triste sobre la faz de la tierra, sino porque me hicieron una pregunta para la cual no he hallado respuesta, porque pedí y no se me concedió, llamé y no me abrieron, busqué y no encontré. He aquí el fracaso que me aterroriza. (p.300)
O con el miedo y la rebeldía frente la más universal decepción del ser humano, o como diría Cioran, “del inconveniente de haber nacido”:
A continuación empezó a hablarle a aquella mujer muerta de cansancio, tristeza y alcohol sobre los piquetistas y sobre la respuesta que ellos dan a las grandes preguntas que nuestra mente plantea sin cesar, solo por existir: ¿de dónde viene la infelicidad? ¿Cómo es posible la infinita miseria de nuestras vidas? ¿Por qué sentimos dolor, por qué sufrimos enfermedades, por qué nos han concedido el martirio de los celos y del amor no compartido? ¿Por qué nos lastiman nuestros semejantes? ¿Cómo se aprobó el cáncer, cómo soltaron la esquizofrenia en este mundo? (…) (p.180)
(…) y los piquetistas (…) levantaron bruscamente sus burdas pancartas de cartón gofrado o chapeado en las que habían escrito sus protestas contra el sufrimiento y la muerte: “¡Detened la tragedia humana!, “¡Boicot a la agonía!”, “¡Gritad contra la muerte de la luz!” (…) Y desperdigada entre cientos de proclamas así, (…) la palabra más dolorosa que ha atravesado jamás la laringe humana y que la ha hecho estallar entre esputos y sangre: “¡socorro!” “¡socorro!” “¡socorro”. (p.680)
5. El solenoide literario
Cărtărescu es uno de esos enfermos de literatura sin curación posible.
(…) amo la literatura, la sigo amando, es un vicio del que no puedo escapar y que algún día me destruirá, (p.43)
Leía por aquel entonces unos doscientos libros al año. Tenía siempre en el arcón de mi dormitorio, junto a la cabecera, montones de libros que leía alternativamente. (p.138)
Es muy fácil llegar a esa conclusión leyendo esta novela en la que el narrador es un trasunto de sí mismo, seguramente por eso no tiene nombre en esta ¿ficción? en forma de cuadernos con notas de vida. También es cierto que antes de leer nuevas obras suyas, cosa que sin duda haré, esta afirmación de “literturadicción” extrema queda demostrada, y nos lo pone fácil el propio Cărtărescu cuando en alguna entrevista cita aquello de Kafka, autor predilecto también del protagonista: En definitiva, yo no soy más que literatura.
O cuando reconoce, como los auténticos escritores de raza y lejos del tópico, que antes que escritor él es alguien que escribe, alguien que ha dado su vida por la escritura sin pensar en las ventas de sus libros, lamentando sin embargo no haber escrito mejor de lo que lo ha hecho. Y termina esta declaración de fe, con una imagen de una potencia sublime: Los escritores son como los insectos que revolotean alrededor de la bombilla caliente: pueden rodearla, pero no la pueden tocar porque se queman las alas. La verdad de tu vida es algo tan aterrador que no puedes manifestarla jamás, ni siquiera a ti mismo.
Así, toda la novela, memorística, es una salvación desde la palabra, como un refugio. Empieza con la narración de la humillación pública cuando al volver de la mili, ya en la facultad de letras lee su primer poema en una especie de certamen literario. Un momento tan crucial que quizás sea el único al que pone fecha concreta en todo el libro:
Mi “Caída”, el primer y único mapa de mi mente, cayó en la tarde del 24 de octubre de 1977 en el Cenáculo de la Luna que se celebraba por aquel entonces en el sótano de la Facultad de Letras. No he conseguido nunca superar este trauma. (p.40)
Sobre el poema, dice antes el protagonista:
Era el producto de diez años sin parar de leer literatura. Durante diez años se me había olvidado respirar, toser, vomitar, estornudar, eyacular, (…) había leído casi hasta la ceguera y la esquizofrenia. (pp. 33-34)
El poema estaba compuesto por treinta páginas escritas a mano, tal y como, naturalmente, escribía todo en aquella época, pues mi sueño desde hacía varios años, una máquina de escribir, me resultaba del todo inalcanzable. )p.35)
Y después de la lectura pública, el infierno:
Durante la pausa nadie se acercó a mí. Pensé que probablemente sentían un horror sacro a un texto fundamental. (…)
Hacia el final de la pausa, el gran crítico, el mentor del cenáculo, se dirigió a mí para hacerme una sola pregunta: “¿Cuál es, en realidad, su verdadero nombre?” (…) Me levanté y le respondí que exactamente tal y como me había presentado. “Ah, pensaba que se trataba de un seudónimo…”. Luego se dio la vuelta y se dirigió al estrado, señal de que se reanudaba la reunión. (p.45)
Hablaron sobre mi poema como si fuera el producto de una patología literaria. Como sobre una mezcla de detritos culturales mal digeridos. (p.46)
(…) solo quería desparecer, dejar de existir, no haber existido jamás. Ya no esperaba nada, ya no me defendía, mis ideas habían dejado de luchar contra sus ideas. (…) Sin embargo, aunque estaba carbonizado por tanta cerrazón y tanto desprecio, conservaba aún una pizca de esperanza: faltaba el gran crítico. (p.47)
Comenzó por mí, describiendo mi poema como un “abrumador torbellino de palabras”. Interesante, incluso perturbador por su intención y sin embargo un fracaso evidente en su realización concreta, “pues el poeta no tiene sentido del lenguaje y carece por completo del talento necesario para afrontar semejante empresa”. Precisamente esa ambición desmesurada era lo que hacía tan ridículo el poema. “Para aprender a correr, primero hay que saber caminar. El poeta que ha leído esta tarde es como un niño en tacataca que quiere correr la maratón y ganarla…” Y siguió en el mismo tono, (p.48)
Pero a pesar de esta experiencia inicial castradora, o posiblemente también gracias a ella, la enfermedad literaria no lo abandonará jamás y, lejos de ser un Bartleby más, el narrador protagonista se abandonará a la palabra como solaz, como autoconocimiento y antídoto contra o para la soledad, a la literatura sin otra intención y condición que lo inevitable de respirar, escribir como vivir, la única medicina para sobrellevar la propia enfermedad y convivir con ella.
Está hablando sobre el trauma de su hermano perdido, Víctor, y de otras anomalías médicas y emocionales, de como influyen en su vida y entonces, acude a la escritura redentora:
(…) si fuera escritor, quedaría para siempre oculta, oscura, medio olvidada, finalmente insignificante, pues ninguna novela puede –al fin y al cabo– contar la verdad, descubrir lo único importante: la realidad interior de la vida del que escribe. Como no soy novelista y no dibujo puertas falsas en las paredes, soy feliz escribiendo y esta felicidad sustituye a la gloria. Cuando escribo aquí, en esta protuberancia ya enorme de mi diario, siento que un aura azul y fresca rodea mi cráneo. Escribo a oscuras, a la luz imperceptible de mi gloria. Es la única que acrecienta la oscuridad del mundo, la única a la que temen las hordas que vienen del interior. (pp.196-197)
Y aquí, años más tarde, rememorando la humillación de la lectura de su primer poema, una vez más, el distanciamiento del trauma desde las tripas del estigma de la escritura.
(…) Como no soy escritor, tengo el privilegio insondable de escribir desde el interior de mi manuscrito, que me rodea por todas partes, sordo y ciego a todo lo que pueda distraerme de mi trabajo de recluso. No tengo lectores, no necesito estampar mi forma en un libro. Aquí, en el vientre del manuscrito, vagando por sus tortuosos intestinos, escuchando sus extraños burbujeos, percibo mi libertad y percibo también a su obligatoria acompañante: la locura. (pp.473-474)
Lo que también resulta evidente es que el distanciamiento hacia la figura del escritor de éxito, hacia la gloria, no es una postura snob, ni argumentada desde la propia mitificación del oficio sino todo lo contrario, desmitificada hasta ser la maldición de una mente enferma frente al mundo, una manera de vomitar para no estallar, de sacar los fantasmas y las fantasías y salir del cuerpo para verse desde fuera. En esta vivencia de lo literario tendrá mucho que ver lo onírico, el mundo de los sueños de los que hablaré más adelante.
6. El solenoide de lo intencional
El narrador es complejo y profundo, bucea por su propia mente desde la frustración y el miedo, desde los sueños, desde la razón pura e incluso desde la poesía científica a ratos hasta el surrealismo más hipnótico ahora bien, sobre lo que es diametralmente transparente es sobre su intencionalidad, sobre los motivos de su escritura. Se trata de la mayor complicidad con un lector que dice no buscar, más allá del inmenso gozo estético de su discurso, seguramente la única facilidad que encontramos, sobre la intencionalidad no necesitamos elucubrar.
Quiero escribir un informe sobre mis anomalías. En mi vida oscura, ajena a cualquier historia –solo una historia de la literatura podría fijarla en sus taxonomías–, han sucedido cosas que no suceden ni en la vida ni en los libros. Habría podido escribir novelas acerca de ellas, pero la novela altera y perturba el sentido de los hechos. (p.88)
Voy a hilvanar aquí, por tanto, una historia de mi vida. Su parte visible –la conozco mejor que nadie– es la menos espectacular, es la más sosa de las vidas, (p.91)
(…) Hablo de mi diario, ese en el que durante trece años he anotado, sin propósito alguno, como un puro reflejo de mi voz interior, sucesos, ejercicios literarios, reflexiones sobre los libros leídos, frustraciones y sufrimientos, sueños y estados excepcionales de mi alma. (p.93)
Se trata de mostrar las cartas boca arriba, decir lo que se pretende para que no nos obnubile el texto y, al mismo tiempo, mostrar el compromiso con la palabra. La intencionalidad determina la profundidad, la comprensión y la precisión del texto. Muchas veces, algunos autores se pierden en su propio discurso alejando el mensaje del buen viaje hasta el receptor, alejándose del alma que pueda habitar en sus páginas. No es el caso de nuestro autor rumano que a través del narrador, salpica sus diarios de declaraciones de intenciones nítidas, valientes y provocadoras. La transparencia de lo intencional engrandece aún más la distancia que toma Cărtărescu con respecto a su trasunto narrador, en cuya escritura pone la voluntad de no buscar la estética literaria, pero el tiro le sale por la culata, permítanme la broma y el juego de espejos, pues yo diría que su narrador escribe mejor que él mismo…
(…) me he puesto manos a la obra. La historia de mi vida, tal y como querría empezarla hoy, es la historia de un ser anónimo. Precisamente por eso pide ser escrita, porque, si no lo hago yo, el único para quien significa algo, nadie la escribirá jamás. La escribo no para leerla yo, su único lector, en algún momento, junto a la estufa, tampoco para pasar unas horas olvidado de mí mismo, sino para leerla al mismo tiempo que la escribo y para intentar comprender. Seré el único escritor-lector-vividor de esta historia cuyo sentido, lo escribo por enésima vez, es no-estético y no literario. No tengo otra pretensión que la de ser el escritor-lector-vividor de mi vida. (p.148)
(…) Quiero escribir, no como un escritor, aunque fuera este un genio, sino como tocaba Efimov, con un orgullo inconmensurable y una imperfección sublime. (p.672)
Y ya, rozando el final de la novela, el culmen de la no intención del narrador en lo intencional del autor Cărtărescu:
Lloro y escribo, indistintamente, como si escribiera con lágrimas y llorara tinta. (p.772)
LA NARRATIVA DE CăRTăRESCU
Antes de entrar en lo formal, es justo y del todo necesario mencionar la traducción de Marian Ochoa de Eribe. Siempre defendí la traducción como género, la traducción como ámbito de creación literaria. ¿Qué sería de nosotros sin los grandes traductores? Dice el poeta menorquín Ponç Pons: Més que de la tradició, sóc fill de la traducció… Efectivamente, ¿a cuántos genios de la literatura no conoceríamos por no dominar sus lenguas originales, o porque sabiendo algunas, nuestro conocimiento no alcanza para la total comprensión de sus obras en el primer idioma? Qué pobres seríamos… Como licenciado en filología románica siempre tuve curiosidad por esta lengua romance derivada del latín y la quinta en número de hablantes a pesar de ser la eterna olvidada del universo latino: el rumano. Me sorprendía, disculpen los expertos la simplicidad, las muchas similitudes léxicas con nuestro español y catalán a pesar de la distancia geográfica, y sin embargo, las muchas diferencias ortográficas y la curiosa fonética, a caballo entre la de las lenguas latinas y las balcánicas.
Marian Ochoa de Eribe es Doctora en Literatura Comparada, profesora, traductora y crítica literaria. Fue profesora en el Departamento de Español de la Universidad “Ovidius” en Constanza, Rumanía. Ha traducido más de quince novelas de autores rumanos, casi todas para la editorial Impedimenta y casi todas las del autor que nos ocupa. Creo que es de gran justicia literaria y filológica por parte de la editorial haberla mencionado en la sobrecubierta de la portada, otras editoriales deberían hacerlo también cuando se trata de una obra traducida, y no confinar los nombres a la portadilla, como suele hacerse. Además, a pesar de no conocer desgraciadamente la lengua rumana, basta haber leído esta obra maestra para entender que la contribución de Ochoa de Eribe es muy importante y que a buen seguro ella, ha debido disfrutar tanto traduciéndola como los lectores leyendo el resultado. Porque si como venimos diciendo, Solenoide es una novela compleja, saber entenderla, captar los significados profundos, y eso llevarlo a un texto tan nítido como este, es de un gran mérito. Así pues, reitero mi aplauso.
Solenoide está dividida en cuatro partes. Cada una de ellas contiene un número de capítulos distinto, 16, 12, 11 y 12 respectivamente, y todas tienen una extensión similar en número de páginas, siendo la cuarta la más corta. La línea temporal es más o menos cronológica de la vida del protagonista aunque haya saltos atrás en el tiempo a veces, cuando el narrador necesita recordar ciertos episodios. Al final, el libro se cierra con un posfacio a cargo del crítico rumano Marius Chivu, atinado y preciso que, en este caso puede resultar incluso útil dada la complejidad de la novela.
Cărtărescu nos habla a través de la primera persona del narrador protagonista, ya lo hemos dicho por ahí más arriba, un trasunto de él mismo. Y se dirige a un tú imaginario que puede ser cualquiera, que puede ser él propio Cărtărescu, o el propio protagonista deliberadamente sin nombre, estoy seguro, porque puede encarnar a tantos escritores frustrados, enfermos, solitarios, tristes y geniales que en el mundo han sido.
De momento volveré a la escuela en la que trabajo, ya ves, desde hace más de tres años… (p.19)
Pero ahora ya metidos en la narrativa de Cărtărescu, en lo formal, empecemos por preguntarnos ¿cómo nos cuenta la vida del protagonista este genial autor rumano? ¿Cómo lo hace para haber llegado a convertirse en un fenómeno literario de primer orden? ¿Cómo, para conseguir que tras leer 800 páginas delirantes uno ya tenga ganas de seguir leyendo a este escritor portentoso?
Yo diría que lo hace desde la más absoluta libertad y por lo tanto desde la valentía de quien está dispuesto a mezclar la más cruda, descarnada y directa realidad, con el surrealismo desatado y un mundo onírico que no pretende explicar la forma de ver la vida del protagonista sino intuirla, desmontarla, rendirla a los pies de la lógica creativa del relato. Cărtărescu, permítanme el titular, representa al realismo mágico rumano, donde los códigos son compartidos con la literatura del “boom americano” sobre el que se acuñara el concepto, y lo que cambia es el marco y el contexto histórico y social. Un realismo mágico con un lenguaje poético a cada página y una densidad descriptiva que firmaría el mismo Proust.
Esta mezcla de realismo mágico y surrealismo poético y descriptivo se mantiene intacta desde la primera hasta la última línea, de manera sostenida y con una tensión lingüística y una precisión y profusión de destellos magistrales que parecería imposible mantener a lo largo de tantas páginas. Acabo el párrafo y no puedo evitar emparentar el magnetismo de Solenoide con Cien años de soledad, novela fundamental a la que por cierto, también cita el trasunto de Cărtărescu.
Vamos a ver un primer ejemplo de ese arco estilístico que va desde la pura realidad minimalista de la primera frase de la novela, de este inicio in media res propio de los cuentos fantásticos:
He cogido piojos otra vez. Ni siquiera me sorprende, ya no me asusta, ya no siento asco. Solo me pica. (p.11)
Hasta por ejemplo este fragmento de resonancias kafkianas, en el que concluye con su manera de ver y su particular descripción de su ciudad, Bucarest:
Era la ciudad que yo veía desde mi ventana en Stefan cel Mare y que, si hubiera llegado a ser escritor, habría descrito sin interrupción, la habría llevado de página en página y de libro en libro, vacía de gente pero llena de mí mismo como una red de galerías en la epidermis de un dios, habitada por un único ácaro microscópico, traslúcido, con hebras peludas en los extremos de sus horrendos muñones. (p.30)
De todos modos, predominan este tipo de ejemplos donde el peso de lo mágico y lo poético es mayor que el del realismo, diríamos que este es el tono presente en toda la novela.
Como decíamos, Cărtărescu es un verdadero maestro de la descripción, durante páginas y páginas es capaz de detenerse en una imagen, en una escena o en un recuerdo con una precisión y un detallismo absolutamente proustianos. No voy a poner ejemplos, primero porque son innumerables, prácticamente toda la novela es así, un 100% de texto descriptivo y autobiográfico y casi un 0% de diálogos o apenas algunos pocos diálogos internos, encastados en la descripción de momentos donde se narran acciones. Aunque sí me parece oportuno y muy ilustrativo citar las descripciones más poéticas, que también son muy numerosas. ¿Habrá manera más poética de describir una simple y vulgar micción?
Me desabrocho los pantalones del pijama y, presa de una especie de devoción, levemente inclinado sobre el recipiente de porcelana en cuyo fondo descansa el agua inmóvil, contemplo mi ofrenda: el chorro –un arroyo cristalino unas veces y amarillento otras– que sale, girando como un taladro líquido, de mi cuerpo. (p.468)
O, de repente, vemos empezar un capítulo con un poema cautivador y desconcertante, que te atrapa en su extrañeza como un indefenso insecto en una sólida tela de araña, un poema que habla de los “intestinos de la humanidad”, o de los “intestinos del cielo derramándose sobre nosotros”, un largo poema que termina así:
He visto Todo, oh, Dios mío,
todo en un instante
en las orejas de la aguja,
en el punto geométrico,
en el ardor de mi cerebro de sanguijuela.
En la serotonina de los quásares,
en los poemas de los monstruos abisales.
He visto el pánico devorar nuestra mente.
(p.636)
Después de lo descriptivo, y de lo poético, lo onírico y surrealista es otro de los leitmotivformales de la novela. A menudo para contar sus sueños nocturnos o ensoñaciones delirantes en su día a día. Hasta el punto en que mezcla recuerdos y sueños confundiéndose entre sí, con el mismo grado de verosimilitud, así lo justifica antes de desbocar su narración con frecuencia hacia ese territorio de vigilia.
Para un niño nada resulta extraño porque él vive en la extrañeza, de ahí que los sueños y los recuerdos antiguos parezcan fabricados con la misma sustancia. (p.187)
O no solo confundiendo ambos planos sino incluso, sometiendo a la realidad, a la veracidad de los sueños. Dándole mayor credibilidad a lo soñado que a lo vivido.
(…) he pensado que ya es hora de transcribir aquí, como era mi intención desde el principio, fragmentos del diario que dan cuenta de mi vida nocturna o fantasmagórica o alucinante –aunque más real que la realidad– y que seleccioné hace varios meses. (p.270)
El surrealismo lógicamente impregna lo onírico, van de la mano, pero lo surreal lo trasciende, va más allá en el texto, se convierte en uno de los rasgos estilísticos formales de la narración, incluso cuando no describe un sueño. Y los ejemplos también serían innumerables.
Está describiendo la casa donde vive, toda ella un ejemplo de surrealismo puro en sí misma, con un subsuelo de otro mundo, oscuro y misterioso que soporta el mundo supuestamente real, como si se tratara de un negativo, de un espejo, una casa que capta muy bien la ilustración de la sobrecubierta. Están paseando por la enorme casa con Irina y observan extrañas criaturas que la habitan silenciosa y fantasmagóricamente, una multiplicación de Gregorio Samsa al servicio de su febril imaginación.
(…) La luz de aquel mundo nos había teñido el rostro con el color de la miel. Estuvimos hasta la mañana observando las costumbres de aquellos seres que lo poblaban. De vez en cuando uno de ellos elevaba hacia nosotros su rostro ciego, como si sintiera que alguien lo observaba, y agitaba largo rato los palpos bucales como si quisiera hablar. Aquellas caras trágicas, inexpresivas, inmóviles en su máscara abyecta, nos oprimían el corazón. No podíamos evitar preguntarnos por qué adoptaba la vida formas tan insoportablemente tristes. ¿Por qué habían nacido estos seres? ¿Qué sentido tenía su eterno caminar por un mundo que nadie conocía, que a nadie importaba? (…) (p.495)
¿Acaso no son ellos mismos esos seres tristes? –me pregunto yo–. ¿No es esta miscelánea de criaturas una metáfora de lo humano, y la casa, una metáfora del mundo? Lo que sí es cierto es que cada vez que el protagonista nos habla de su casa de características laberínticas, misteriosas y humanoides, lo hace desde un surrealismo delirante entre científico, apocalíptico, tétrico y desconcertante.
El elogio o la mitificación divina de un orgasmo en el que morir para volver a nacer, nacer en la muerte…
(…) Había sido elegido, era el elegido entre miles de millones de semejantes, todos los que habían vivido eran una sola eyaculación de un Dios supremo. (…) Una lengua de fuego vino hacia mí y me arrastró hasta aquel cuerpo de oro fundido, causándome la muerte que conduce al nacimiento. Recuerdo el grito supremo de nuestra fusión, que no brotó de mi boca, desaparecida mucho antes, sino de mi cráneo, que estalló de repente hecho añicos.
Luego solo quedó la luz cegadora de los comienzos. (p.669)
Después de esta presencia aplastante de lo mágico, de la transgresión constante de la realidad y la verosimilitud, esa trampa de la literatura, una vez dentro de este universo de surrealismo febril, uno tiene la tentación de pensar que el narrador, tras el que se esconde Cărtărescu, de dudar sanamente, si el autor rumano de este libro está felizmente más loco que cuerdo, dicho esto como un elogio literario. Y yo diría que de alguna manera, él mismo nos lo confirma con una sentencia como esta, en un nuevo inicio in media res, del capítulo 45:
La ambigüedad esencial de mi escritura. Su locura irreductible. (…) (p.707)
¿Qué más puedo decir sobre la peculiar narrativa de Cărtărescu? Ahora, cuando
seguramente ya he excedido en mucho lo que se considera una reseña normal, me queda añadir como botones de muestra magistrales, algunos momentos de una novela y un autor que tampoco son normales, porque son novela y autor, ellos sí; precisamente excepcionales, extraordinarios, insólitos...
Perlas con rasgos sicológicos y emotivos confesionales, llenos de cruda y sincera poesía:
El sol baja, el color del mundo se torna escarlata, cada transeúnte con que me cruzo agudiza mi soledad. (p.66)
El bloque de pisos, el autoservicio, la comisaría, la biblioteca, la escuela no estaban construidos con ladrillos y mortero, sino con materia psíquica, con las dulces y pulidas piedras de las emociones. (p.405)
(…) Y el bosque era infinito, profundo misterioso, sombrío y verde, lleno de vacíos, silencioso hasta el grito. (p.417)
Perlas con trasfondo sexual:
La melancolía es excitante pero muy distinta a la bestia acuciante de la sexualidad. (p.477)
O con trasfondo filosófico:
(…) Pues no existe castillo sin estancia prohibida, esa en la que habita el objeto más insoportable del cosmos: la verdad. (p.560)
O finalmente otra, que más que una perla es una gamberrada literaria o una licencia que el autor ya se ha ganado el derecho a pertrechar después de las 686 páginas previas, cuando de repente el protagonista, confundido entre la muchedumbre de piquetistas protesta contra el mundo imperfecto que les ha tocado vivir y piden socorro a un poder superior y utópico sin rostro:
Me encontré también yo gritando a coro con ellos, olvidado de mí mismo, disuelto en el grito, soltando, como una fuente, el chorro negro de mi desdicha: ¡socorro! ¡socorro! ¡socorro! ¡socorro! Poco después, el coro más grandioso, el que unía en un pulso unánime al hombre y a la mujer, al esclavo y al hombre libre, al rico y al pobre, al sabio y al necio, al honrado y al rufián, al escritor y al lector, elevó, perpendicular sobre nuestro mundo, el canto de nuestra aterrada agonía: ¡socorro! ¡socorro! ¡socorro! ¡socorro! ¡socorro! ¡socorro! ¡socorro! ¡socorro! (…) (p.687)
Y así, con esta palabra y grito admirativo, ¡socorro! ¡socorro! ¡socorro! ¡socorro!, Cărtărescu nos tiene ocupados ¡diez páginas!, concretamente hasta la 697. Una salmodia metafórica y minimalista rotunda, concluyente.
Para terminar y dejarlos en la encrucijada de las dudas y frente a una lectura de vértigo, solo añadiré que este libro, entre su lectura y la escritura de estas páginas, me ha tenido ocupado los últimos tres meses de una manera especial y casi enfermiza, “bloqueado” diría yo, marcando un después del lector que era antes. Incapaz de leer otra cosa hasta ahora, me dispongo ya a desentumecer mi literaturadicción para volver del secuestro.
¡Suerte!
No conec res igual a aquesta mena de novel.la. Llegir-la és pur plaer. Felicitats per la crònica.
ResponderEliminarCompletament d'acord, gràcies!!!
Eliminar