MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA
MADRID 12/6 – 16/9 2012
EDWARD HOPPER
Hopper, en una carta fechada el 19
de octubre de 1939 y dirigida a Charles H. Sawyer, director de la Addison
Gallery of American Art en Andover Massachusetts, donde se exponía el cuadro Manhattan Bridge Loop; empieza diciendo:
Querido señor Sawyer: Me pide que haga
algo que posiblemente sea tan difícil de hacer como pintar: estos es, que
explique la pintura con palabras.
Probablemente
Hopper estuviera en lo cierto, pero de la misma manera que él debió pintar
porque no pudo evitarlo, los escritores escribimos por la misma razón, y yo voy
a escribir algunas palabras sobre sus cuadros, al fin y al cabo ambas formas de
expresión nacen de la misma voluntad subconsciente de crear una propia visión del
mundo. Pero no pretendo como él dice en la carta, explicar su pintura, sino
sobre todo, explicar lo que su pintura obra en mi interior, simplemente una
lectura, la descodificación de un mensaje. El código no importa. Y no sé
realmente valorar qué es más difícil, pero eso tampoco creo que importe. Lo que
sí creo tener claro es que esa coletilla contemporánea que la sociedad de la
imagen impuso a diestro y siniestro, esa que afirma cual verdad divina, que a
veces una imagen vale más que mil
palabras, no siempre es cierta e incluso a menudo es simplista e injusta. Una
buena imagen evoca y provoca y en esa provocación, en esa reacción proteica de
sensaciones, una imagen puede merecer mil y una palabras mientras que en otras
ocasiones, mil y una palabras no darían ni para una mala fotografía sin alma.
A
mí los cuadros de Hopper me provocan historias. No es nuevo, lo mismo les pasó
a un buen número de cineastas. No voy a enumerarlos y resultar ser así un
engreído y falso intelectual. Basta con acudir al ciclo de cine que propone el
museo Thyssen, paralelo a la exposición de sus cuadros, para comprobarlo. Y lo
mismo le ocurrió a él cuando decidió pintar algunos escenarios vistos en
películas de culto anteriores a su obra. Así que seguramente, Hopper no tendría
más remedio que aceptar que alguna razón debo tener y que literatura, pintura y
cine están condenados a retroalimentarse y a interpretarse mutuamente.
Detrás
de cada cuadro de Hopper hay una historia, cada estampa americana es una
captura realista de un momento humano, de un estado de ánimo quizás, la
congelación de un conflicto que obra el sortilegio de sugerir la cotidianeidad
del individuo. Me interesan especialmente los cuadros que mejor representan
esta descripción subjetiva, aquellos en los que aparecen figuras humanas
convirtiéndose en el centro de atención. Unas figuras humanas que pierden su
mirada en la lejanía, o que ofrecen un gesto corporal de soledad, de
recogimiento o incluso de distancia con un marco luminoso magistralmente
representado, las casas y los campos, las carreteras, pedacitos urbanos o
habitaciones ya sean de hotel, o de edificios genuinamente americanos. Lo que
ilustra la soledad, la falta de comunicación o la comunicación sesgada por el
individualismo de la sociedad de la primera mitad del siglo XX en medio del
sueño americano; es la disposición de esas figuras humanas entre sí en el
centro de la imagen. Son figuras humanas que apenas se tocan, que no se miran o
lo hacen de soslayo, figuras que incluso a veces se dan la espalda para no
enfrentar sus conflictos a la mirada del otro, pero que lo dicen todo y lo
muestran sin pudor al espectador. Y el espectador, como yo en este caso, se ve
obligado a leer entre líneas donde está el problema sugerido por la instantánea.
Me voy a centrar en seis ejemplos de mi predilección entre su repertorio, dos
de los cuales, Excursion into philosophy y
Summer evening no se exponen en el Thyssen.
Morning sun nos muestra a una mujer sentada en una cama y mirando
la ciudad a través de un gran ventanal por el que se cuela la luz de la mañana.
Se recoge las piernas flexionadas con los brazos y la expresión difusa de la
cara es de serenidad y reflexión. No sabemos si hay alguien más en la
habitación, quizás en el baño o fuera del alcance visual de Hopper, pero parece
claro que la mujer agradece la luz después de un sueño placentero,
probablemente a solas, probablemente con un amante que tiene prisa y desaparece.
La mujer se despierta con esa luz curativa que le ofrece un nuevo día, una
coartada para encontrar la felicidad.
Room in New York es una más de esas habituales estampas de hotel. Un
hombre y una mujer captan la atención, él lee el periódico con aparente interés
y ella, sentada de lado ante un piano de pared, con la mano derecha acaricia el
teclado mientras que el antebrazo izquierdo descansa con laxitud sobre el
lateral del piano. Evidentemente no se miran, el tedio en la actitud de la
mujer sugiere nuevamente un conflicto de soledad, el reclamo de la atención quizás
imposible, caducada, del hombre. La cabeza gacha y la posición de escorzo del
cuerpo de ella, que probablemente intentaba hablar con el hombre hasta que se
puso a ojear el periódico, confirma su pesar y su abandono.
En Four lane road un hombre está sentado en una fachada lateral de la
estación de servicio, seguramente la misma y el mismo hombre del cuadro
titulado Gas. Mira hacia la carretera
que solo adivinamos, venciendo su espera y sus horas de hastío al paso de
vehículos fugaces. A su espalda, por una ventana asoma una mujer que parece
decirle algo. Por la expresión de la mujer posiblemente lo llama para cenar a
tenor de la luz mortecina del atardecer, o lo avisa de una llamada que rompa la
monotonía de sus días.
Summer evening nos propone una imagen nocturna de cortejo y de mayor
connotación comunicativa entre sus personajes. Una pareja de aspecto y
vestimenta joven conversan apoyados en un muro del porche de entrada de una
casa, bajo la luz artificial de un plafón de techo. Él está ligeramente
escorado hacia ella, que estira su cuerpo apoyada con los brazos estirados a su
espalda sobre el muro, como ofreciendo su cuerpo, vestido ligeramente por unos shorts y un top a juego de color rosa. Quizás hacen planes para mañana, quizás
se prometen amor eterno, quizás repasan un capítulo pasado de su relación, pero
sin duda, se hayan enfrascados en un juego de absoluta seducción.
Finalmente, Conference muestra por primera vez a tres personajes y la seducción
inspirada es intelectual. Se encuentran en algo parecido a un aula con mesas
grandes y el habitual ventanal abierto absorbiendo una luz clarificadora que
potencia el núcleo del cuadro, la figura humana. Una pareja muy elegante, ambos
vestidos de largo conversan de pie frente al supuesto conferenciante. El
conferenciante está sentado en el borde de una mesa, desde la que probablemente
acaba de hablar de la idiosincrasia del arte pictórico americano frente a las
corrientes europeas y la posición de sus brazos concentra toda la significación
del momento. El brazo derecho se flexiona ligeramente con la palma de la mano
abierta hacia sus interlocutores y con el izquierdo se apoya reclinado un poco
hacia atrás. Es una posición dominante del discurso ante la postura recta y
pasiva de la pareja. Él habla, argumenta y ellos escuchan en actitud de
aseveración.
Hasta
aquí, y sin necesidad de confirmar el grado de coincidencia con la
intencionalidad del artista, porque esta es mi lectura y estas son mis palabras
sobre su pintura; las imágenes entre otras muchas que más me interesan de
Hopper. No sus casas solitarias, ni sus paisajes urbanos o rurales americanos,
no, las que me interesan son las que esconden una o mil historias, las que
proponen un misterio o un conflicto comunicativo entre hombres y mujeres. Esas
estampas de Hopper que nos miran para que leamos dentro de nosotros mismos,
esos cuadros como espejos del alma.
Madrid,
agosto de 2012
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