Hace poco, en un AVE Madrid Barcelona, leía una entrevista a Muñoz Molina y rescataba yo la siguiente frase para mi Moleskine: Hoy hay más literatura en un vagón de metro que en un suplemento cultural.
Ayer volví a acordarme de la frase. Iba en metro hacia la T4 de Madrid y de repente se sentaba a mi lado un joven muy joven, debería rondar los dieciocho años. El joven no iba enganchado a ningún vídeo juego en ningún dispositivo móvil, ni le colgaban de los oídos los cables de ningún auricular que se pierden en descenso hacia cualquiera de los bolsillos en el que se escondiera un ipod o cualquier otro artilugio de moda. Pero esto no era lo más extraordinario, lo más curioso era que el artilugio que llevaba en sus manos era la novela Cien años de soledad. Y no otra cualquiera, gótica, vampiresca, histórica y lo que los grandes editores quieran.. Estaba leyendo Cien años de soledad. No le debían quedar ni diez páginas. Pensé que me hubiera gustado hablar con él, interrumpir ese mágico momento de realismo mágico y decirle que yo tenía su edad cuando Gabo recibió el Nobel, que también lo leí entonces, la primera vez. Me hubiera gustado comparar sus sensaciones con las mías, compartirlas, decirle que hoy día yo también soy escritor. Preguntarle, sin prejuzgarlo, sin dar nada por hecho y sin ánimo de ofenderlo, si él, también quiere acabar como yo quise entonces, siendo Gabo. Y entonces, hablarle claro sin desanimarlo.
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