Dialogando en el Café Salambó

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martes, 27 de septiembre de 2011

El síndrome de albatros o Las fuentes del Nilo

Cuando llegué a la sala de la quinta planta del Círculo de Bellas Artes, el actor Carmelo Gómez estaba leyendo un fragmento del libro de Gonzalo Suárez ante un público entregado que llenaba el espacio. Apenas cinco minutos después de sentarme atrayendo las miradas de algunos asistentes, seguramente escandalizados, como yo de mi impuntualidad, el actor cerraba el libro ante el dilema, dijo, de seguir la lectura hasta el final y robarle así, o no, el protagonismo al autor y a su amigo Juan José Millás. Así que no pude entresacar el hilo de la narración y me quedé sin saber qué pasaba con ese púgil retirado que intentaba deshacer la amargura de un amor robado por ése. Alguien de quien no sabría nada a menos que siguiera leyendo El síndrome del albatros. Entonces se inició un diálogo entre Juanjo y Gonzalo fuera de todos los cánones al uso de una presentación típica. Y hablaron de la infancia que habita en todo individuo, de cómo Gonzalo se veía en una imagen en gran angular a sí mismo siendo niño, de cómo todos los pasillos terminan en una puerta cerrada, esa en la que discutían sus padres, convirtiéndola en un lugar prohibido. Y echaron de menos los pasillos que ya no existen. Y hablaron también de la figura del detective, del escritor como detective de la realidad, la real y la ficticia. Y así, poco a poco, como si de un personaje más de Millás o de Gonzalo se tratara, de esos improbables, yo me imaginé siendo personaje mismo de una nueva ficción.
     Un mundo en el que todas las personas, todas sin excepción, hicieran siempre lo que les diera la santa gana, con absoluta impunidad y sin necesidad por tanto de dar explicaciones a nadie. Un caos tan absoluto y tan aceptado que terminaba siendo verosímil y armónico. Pero en ese mundo sólo una persona, yo, carecía de esa libertad. Yo, era el único que tenía que cumplir con mis obligaciones frente a nadie. Por eso llegaba tarde a la presentación al demorar mi salida de la oficina, por eso los colegas de la editorial que editaba Las fuentes del Nilo ya estaban allí cuando yo llegaba, y seguirían después de terminar el diálogo de demiurgos de Juanjo y Gonzalo para disfrutar de la copa y el saludo, por eso yo no iba a tener mi ejemplar para arañar el fetiche de una firma. Por eso yo iba a tener que volver a ser detective de mi soledad y de ese amontonamiento de palabras para una novela que me observa como un espejo que envejece conmigo. Suerte que siempre hay un resquicio de lucidez en la literatura cuando recuerdas lo que otros han dicho antes que tú, como Mark Strand, el amigo poeta de Harold Bloom: el espejo no es nada sin ti.
     Y mañana, a la realidad de un mundo que hace lo que le da la gana mientras tú sigues encerrado tras una puerta al fondo de un pasillo.
     Mientras tanto, Juanjo y Gonzalo seguían hablando sobre sus otros mundos, sobre cine, sobre el sentido de la duda y la certeza, con sus límites caprichosos y yo ya era un objeto de mi propia ficción detectivesca, espectador de mi personaje. Yo, como ellos, creía no saber hacer otra cosa mejor que imaginar.
     Y finalmente, una frase de Juanjo, salida de la garganta de ese monstruo surrealista que habita en su cerebro, me ayudó a entenderlo todo: Gonzalo, a ti ¿no te hubiera gustado ser una persona normal?

Madrid, 27 de Septiembre de 2011