Dialogando en el Café Salambó

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domingo, 23 de diciembre de 2012

Las luces nómadas, de Esteban Martínez

 
Las luces nómadas
MARTINEZ SERRA, Esteban
Madrid, Bartleby Editores, 2010
Prólogo de Jenaro Talens
ISBN 978-84-92799-24-4

 

Lo digo en mi perfil. Que de joven quise ser poeta, pero que tuve que conformarme con ser un cuentista. Quizás por eso también me gusta tanto esa frase del escritor inglés D.H.Lawrence, de joven yo también quise ser un genio, pero afortunadamente intervino la risa…  Porque ilustra en parte lo que pienso al respecto. Que la poesía es la esencia de la literatura y del alma humana, y que la poesía debe ser triste, debe llorar, aunque a veces reírse también, de la tristeza. El narrador de un personaje de un cuento mío también lo dice y lo ilustra, y explica que el personaje en cuestión quería ser poeta pero que tras muchos intentos, siempre terminaba con las cuartillas en blanco entre las manos, e inundadas de lágrimas.
            Pero llegado a este punto, que sirve de introducción personal para explicar mi respeto por la poesía, tengo que añadir el por qué de Esteban Martínez, el por qué lo traigo a este rincón de mi blog.
            Me había pasado algunas veces con algún poeta, que de repente bastara un solo poema, un solo verso incluso, para cautivarme y rendirme a su lectura para siempre. Juan Gelman, Ramón Irigoyen, Ángel González… son tres ejemplos escogidos. Y una tarde de hace unos ocho años creo, me ocurrió también con Esteban Martínez. Yo antes nunca lo había leído cuando me invitó a la presentación de un número de la revista de poesía Papers de Versàlia. La presentación tuvo lugar en un patio interior muy bonito, luego debía ser verano, del l’Alliance Française de Sabadell. Leyeron poemas sus colegas de la revista, a algunos de los cuales también conozco, y la lectura iba acompañada si no recuerdo mal, por las melodías de una arpista. Y al tocarle el turno a Esteban, ahí estuvieron esos versos, Quiso ser escritor. Lo fue, sin duda. Su mano está en mi mano… y al final ese poema Máquina de escribir, con el que me ganó para siempre como lector.
            El libro del que hago mención aquí, Las luces nómadas, está dividido en tres partes, Fluorescencias, centrada en la figura del padre, Claroscuros, centrada en la figura de la madre y de la enfermedad que la destruye, y Fulguraciones, rendida definitivamente a la muerte y su aceptación. De cada una de ellas, destaco un poema, y los acompaño de un pequeño comentario y lectura absolutamente personal, que es como creo que uno debe hablar de poesía, sobre todo si no se está contaminado por la condición del cítrico o de la fría intelectualidad de cartón piedra.
FLUORESCENCIAS:

Máquina de escribir
La Olivetti con la que escribía mi padre
-una Olivetti pluma 200-
fue siempre un objeto apátrida,
llevada y traída del ropero de la entrada
a la mesa del comedor, desubicada.
Su tecleo insistente era el diapasón
de una esperanza, el pulso de un secreto.
En las fatigosas tardes de domingo
la lenta mediocridad de las horas familiares
caía, abatida, bajo sus ráfagas.
            Quiso ser escritor.
Lo fue, sin duda. Su mano está en mi mano
y escribo haciendo uso de su único legado:
El silencio. Las palabras. Su secreto.
 

            Al escuchar por primera vez este poema, y leerlo posteriormente, me vi a mí mismo en dos direcciones y en dos etapas vitales distintas. En primer lugar me vi en mi condición de huérfano recordando a mi padre, y en segundo lugar, me imaginé a mis hijos recordándome ya difunto.
            Mi padre también tenía una máquina, en su caso no de escribir, sino de cortar madera, una sierra circular, entre otras muchas máquinas. Pero esa tenía una música especial. Su estruendo lastimero y monocorde templaba de paz las tardes de invierno cuando siendo niño volvía del colegio y pasaba delante de su ebanistería. Y él también quiso ser ebanista y lo fue. Un artista cuyas manos eran capaces de crear un butacón isabelino, en el que ahora estoy sentado, por ejemplo, o un secreter barroco Luis XV como el que preside mi estudio.
            Con esas manos que son calcadas a las mías y que veo a menudo cuando tecleo mi ordenador. Esas manos que son en parte uno de mis factores literarios. Él también quiso que yo tuviera una máquina y la tuve, de escribir, una Olivetti, en este caso una Lettera 32. Con esa máquina escribí desde niño tantas historias y trabajos escolares, tantas cuitas de adolescente después hasta guardarla en un altillo del recuerdo. Con esa máquina yo también quise ser escritor.
            Y ahora que lo soy, imagino, con el honor y la vanidad más humana y desesperada posibles, que mis hijos me recuerden así, cada uno a su manera, como Esteban y yo recordamos a nuestros padres, con agradecimiento e infinito amor. Mis hijos, que también me han visto muchas veces teclear insistentemente tantas tardes de domingo.
      
CLAROSCUROS:

Pinzas
Ordenas compulsivamente las pinzas de la ropa
sobre la mesa de la terraza.
Tus ojos –en estos últimos años-
han ido desalojando distancias,
borrando perspectivas, retrayéndose.
Un aire de senectud entró en ellos
y lo dejó todo patas arriba.
Y estás sola para poner orden en la memoria,
pero te evita el ánimo, y quizá no valga la pena.
No encuentras los recuerdos, ni los nombres.
De ti sabes lo justo: que no has muerto.
¿Por dónde empezar después de la catástrofe?
Mejor ordenar las pinzas de colores sobre la mesa.

             Este poema me inspira la compasión, ese sentimiento que no es otra cosa que el más puro egoísmo al imaginarnos víctimas de la misma tragedia que afecta al individuo objeto de dicha compasión. El Alzheimer es una de las enfermedades más crueles que se pueden padecer. Aunque quizá la padezcan más los que rodean a la víctima del deterioro mental que el propio enfermo. En un relato mío, Oscuridad, que deberá aparecer en mi próximo libro, Las tres caras de la moneda, aventuro esa teoría balsámica y en parte también interesada y egoísta, que la anciana que padece el Alzheimer es feliz, muy feliz, mientras se pierde en el limbo de su memoria aparentemente olvidada.
            Las imágenes del poema de Esteban, Tus ojos (…) han ido desalojando distancias, (…) No encuentras los recuerdos, (…) De ti sabes lo justo: que no has muerto, son de una evocación brutal, de una fuerza rotunda, como esa pedrada en la sien…que dice Ramón Irigoyen que debe ser el Ars poética.
            Y la imagen de la anciana madre, ordenando pinzas de la ropa de colores sobre una mesa, de una ternura que acongoja.

 FULGURACIONES:

Legado

La posteridad está siempre en obras:
cerrada por inacabables reformas
o por liquidación de existencias

o cambio de orientación del negocio.
Por eso resulta mejor no dejar nada,

que nada se extravíe entre el desorden.

             Al leer este poema, ipso facto vinieron a mi mente el recuerdo de esos otros versos del gran Ángel González, y te llaman porvenir, porque no vienes nunca…  Acaso lo ilustran, o lo resumen, o ambos versos, los de Ángel, los de Esteban, son tan precisos y tan mismos, que se confunden.
            Gracias Esteban, por tu poesía y por el alma esa que paseas por el mundo.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Encuentros con jóvenes lectores. Barcelona, Sabadell y Getafe.


Una experiencia nueva con el mismo material sensible con el que uno lleva tantos años trabajando, también como padre.
La curiosidad ilimitada, como la vida por delante, que también parece un sinfín de oportunidades. La alegría y la desfachatez de la edad, con los ojos abiertos como platos, para preguntarse por el mundo, para reírse de él si cabe, para haber entendido el mensaje de Saimon, sin necesidad de tanto empeño mío y tantos ambages. Y la chica que quiere que le firme en el brazo como si uno fuera una estrella del rock. Sí, ya lo sé, se estaba quedando conmigo.Y el joven venido de latinoamerica que quiere llegar aún más lejos, y trascendernos. La chica que quiere la firma para su madre. La otra, casi de cristal, que hace un gran esfuerzo para preguntarme qué debe hacer para ser escritora. El que busca su lugar entre la masa y lo encuentra ese día presidiendo conmigo el escenario.
Unos 300 chicos en diferentes días pero una sola alma: la de un Saimon que se conformaría con que al menos a alguno de ellos, conocerlo, le sirva de algo.