Dialogando en el Café Salambó

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sábado, 10 de diciembre de 2011

Augusto Monterroso



De Augusto Monterroso podríamos estar recordando genialidades sin parar, dedicar todo un blog sólo a ello, y el resto de los mortales podríamos descansar las neuronas.
De momento, a modo de aperitivo, ahí van tres de una sola tacada.
La primera la explico según recuerdo haberla leído en algún sitio. Dice que Tito Monterroso en alguna ocasión, o en alguna página, sentenció más o menos lo siguiente: Los enanos tienen un sexto sentido que les permite reconocerse a siemple vista.

La segunda y la tercera las reproduzco según aparecen en un libro ideal para fetichistas cuya cita viene al pie:
 
Se cuenta que en una recepción de mucha gala –zapatos brillantes, lamés y lentejuelas- le presentaron a la mujer de un embajador, o un banquero, o alguien, diciendo que era el autor del conocido cuento del dinosaurio. La señora le tendió la mano con indolencia, agitó un par de veces las pestañas pintadas de rímel como el casco de un petrolero, y dijo: “Ah, el cuento del dinosaurio, recién lo estoy leyendo, ya le contaré cuando termine”. Nadie dijo nada, naturalmente, pero hay que reconocer al comentario cierta falta de oportunidad suicida tratándose de un cuento que tiene siete palabras, cuarenta y cuatro caracteres, veintiuna consonantes, veintidós vocales, tres tildes y una coma –“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”-, y que pasa por ser el más corto de la historia de la literatura, tan corto que una señora decente puede leerlo de un tirón mientras suspira.
(…) Este amor a la brevedad, las sinopsis, los resúmenes urgentes, lo explicó en una conferencia que impartió junto a Bryce Echenique. Cuando éste comentó que escribía casi sin corregir, Monterroso le respondió que en su caso corregía casi sin escribir, lo que provocó sonrisas y codazos cómplices en el auditorio.

39 Escritores y medio. Jesús Marchamalo. Damián Flores. Editorial Siruela. Madrid 2007
páginas 133-134




Coincidencia 2

Mi fectichismo y mi vanidad me obligan a celebrar esta feliz coincidencia. Otra.

Tenía la manía de anotar los libros. Muchos de ellos aparecen llenos de comentarios y notas, y preguntas, y palabras no siempre elogiosas que dirige al autor: "¿Sí? ¡Cómo! ¡Eso!". Algunos están tan subrayados que no podía prestarlos porque era imposible que los leyera nadie que no fuera él.

39 Escritores y medio. Jesús Marchamalo. Damián Flores. Editorial Siruela. Madrid 2007
página 68

Los enamoramientos

Novela impecable, de prosa elaborada, profunda, sobria a la vez que suelta y de fácil lectura. Sólo me sobran los fragmentos en los que se emperra en glosar el argumento de El coronel Chabert de Balzac. Por muy fundamentales que sean para la comprensión del personaje y de la novela de Marías, y por muy del gusto del autor que sean este tipo de juegos comparativos de altos vuelos intelectuales, yo prefiero y me basta quedarme con la construcción contemporánea de su novela, con dos personajes magistrales como lo son el amante Díaz Varela y la protagonista y primera persona femenina, María Dolz, otro mérito, meterse en la piel de una mujer sin que chirríe ni se "vea ninguna costura" como les gusta decir a los malos críticos. Y la historia, a mi modesto parecer, sin esas parrafadas se aguantaría solita. Sí, ya sé que la editorial en su segunda edición ha retractilado la obra de Balzac con la de Marías, pero sigue sin importarme, es una mera cuestión de mercadeo. El lector que necesite leer a Balzac siempre puede hacerlo. Yo, con todos los respetos y desde mis más insuperable modestia prefiero seguir leyendo sólo a Marías, la mayoría de los clásicos me aburren.
Javier Marías es un narrador de raza y clásico en el buen sentido del término. El final de la novela es genial. Invita a que el lector lo imagine a su medida una vez robado el morbo de un final truculento y efectista, el que quizás esperaba todo el mundo para aplacar una sed de venganza, un ajuste de cuentas con el hijo de puta del protagonista. Díaz Varela encarga el asesinato del amigo para quedarse con la mujer desconsolada de este, mientras se entretiene con María Dolz, que se enamora del monstruo imaginando la pareja perfecta que formaban el difunto y su esposa, el objeto prohibido del deseo de Díaz Varela. Pero Marías no cae en la chabacanería de un final de manual, sino que las cosas pasan como podrían pasar en la vida real, sin más, sin ruido, silenciosamente, sin pasar más que el tiempo, de una página a otra, dejando así que sea el lector el que imagine como sigue viviendo la ficción en su mente.

En dicho final además, hay algo que me ha llamado mucho la atención. La protagonista tiene una de esas cenas soporíferas y protocolarias de editores con autores y la prensa. Marías, aprovecha la escena para criticar la zafiedad del mundo editorial actual, como hace en otros momentos de la novela por boca María Dolz. Así, para referirse al escritor con quien cenan, en la página 392, Marías escribe:
(...) el novelista (...) era un tipo con jersey de rombos, gafas de violador o maníaco y pinta de acomplejado, que incomprensiblemente tenía una novia agradable y bien parecida y vendía bastantes libros.
Evidentemente me encantaría saber a quién tiene Marías en su mente cuando escribe este párrafo, preguntarle directamente a quién se refiere en este juego tan trovadoresco y medieval entre autores coetáneos de lanzarse puyas mediante su obra.
La verdad es que lo imagino y a riesgo lógicamente de equivocarme, sé que es alguien a quién le encanta comer nocilla.

El ciclista de Chernóbil

 
No querría resultar grandilocuente, tópico o directamente adulador cual babosa indocumentada y probablemente acabe cayendo en todo ello porque la novela me parece impecable, genial, un verdadero modelo del difícil oficio de narrador.
Lo evidente en la novela, y nadie mejor que mi amigo Javier, el autor, lo sabe, es el gran trabajo de documentación que hay detrás. Javier ha viajado a Pripyat u otros lugares cercanos, ha conocido a algunos verdaderos protagonistas como los que cita en el epílogo, ha tenido que contrastar datos científicos con la precisión con que los cita. Y con todo ello ha conseguido que lo que para muchos, al menos para mí, que cuando ocurrió el desastre tenía veintiún años, fue un mazazo todavía incomprensible, porque la información que nos llegaba a España debía estar mediatizada por los medios y los políticos; sea ahora una historia entendida desde el más humano de los puntos de vista. Era la época del
¿Nuclear? No gracias. La novela es un homenaje a la vida y a la capacidad del ser humano de convertirse en ave fénix frente al desastre.
Pero lo que más me ha gustado es lo más difícil y meritorio, creo yo, en este oficio nuestro, como es la manera en que se cuenta la historia de Vasia y del desastre en general. Esa manera llena de elipsis, todo lo que transmite la narración sin decirlo todo, esa capacidad de sobrecogerse desde el vacío. No caer en lo lacrimógeno, en el fácil sensacionalismo de la tragedia. Esa habilidad me ha recordado, salvando las diferencias temáticas, aunque ambas novelas puedan guardar algún parentesco en la ficción, a la habilidad de Cormac McCarthy en "La carretera". Y ya sé que en esto de la literatura siempre caemos en las comparaciones pero es inevitable por otra parte que relaciones unos libros con otros y yo, no he podido evitar acordarme de ese libro sólo en ese uso de la voz narrativa, porque sumando todos los factores de la novela, la tuya me parece mejor. Y me quedo tan ancho afirmándolo, lo aseguro. Tal es ese manejo del silencio, que por ejemplo, cuando al final estás esperando que la novela cuente algún detalle más sobre la muerte de Vasia, sólo encuentras una imagen: el signo de la cruz latina en una mesa, hecho por una mujer anónima al pie de la foto de Vasia. Eso es todo, entiendes que debe ser así, que no es la novela de UN héroe, sino la de muchos héroes, la de todos aquellos que resistieron al cruel veneno nuclear de la muerte. Y Vasia es sólo, nada más y nada menos que un personaje excepcional, una referencia del mérito humano de aquellas gentes.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Confesión



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Salí de ver un espectáculo de tango, "La Duarte", sobre la vida de Eva Perón, donde Eleonora Cassano está brillante, sensual. Siempre que he visto cualquier tipo de danza en un  teatro me he quedado sobrecogido y envidioso de esos cuerpos capaces de hablar. Me encanta.
Pero al margen de lo evidente, siempre he callado algo. Algo inocente quizás, algo que seguramente no es original y ahora voy a contarlo.
A mí, lo que más me gusta de los espectáculos de danza, es verle las bragas a las bailarinas. Creo que es una de las cosas más eróticas del mundo.
Ellas lo saben, por eso, seguro que me perdonarán la confesión.

Madrid, 12 de Octubre de 2010

sábado, 3 de diciembre de 2011

Microsoft


Odio los gerundios de Microsoft, que tanto tiempo de nuestras vidas nos han hecho perder.

Epitafio

Nicanor Parra
Premio Cervantes 2011

Aunque el poeta chileno diga no creer en los premios, él sabe que lo importante siempre es la obra, no la vanidad, ni la foto de la mano que esculpe la palabra. Y aunque los premios siempre estén en entredicho por la envidia, por la falsa modestia, por el amaño y los celos y lo que se quiera, benditos sean si sirven para que uno, de repente, descubra en un periódico una maravilla como ésta.


De estatura mediana,
con una voz ni delgada ni gruesa,
hijo mayor de un profesor primario
y de una modista de trastienda;
flaco de nacimiento
aunque devoto de la buena mesa;
de mejillas escuálidas
y de más bien abundantes orejas;
con un rostro cuadrado
en que los ojos se abren apenas
y una nariz de boxeador mulato
baja la boca de ídolo azteca
-Todo esto bañado
por una luz entre irónica y pérfida-
ni muy listo ni tonto de remate
fui lo que fui: una mezcla
de vinagre y aceite de comer
¡Un embutido de ángel y bestia!
Hace poco, en un AVE Madrid Barcelona, leía una entrevista a Muñoz Molina y rescataba  yo la siguiente frase para mi Moleskine: Hoy hay más literatura en un vagón de metro que en un suplemento cultural.
Ayer volví a acordarme de la frase. Iba en metro hacia la T4 de Madrid y de repente se sentaba a mi lado un joven muy joven, debería rondar los dieciocho años. El joven no iba enganchado a ningún vídeo juego en ningún dispositivo móvil, ni le colgaban de los oídos los cables de ningún auricular que se pierden en descenso hacia cualquiera de los bolsillos en el que se escondiera un ipod o cualquier otro artilugio de moda. Pero esto no era lo más extraordinario, lo más curioso era que el artilugio que llevaba en sus manos era la novela Cien años de soledad. Y no otra cualquiera, gótica, vampiresca, histórica y lo que los grandes editores quieran.. Estaba leyendo Cien años de soledad. No le debían quedar ni diez páginas. Pensé que me hubiera gustado hablar con él, interrumpir ese mágico momento de realismo mágico y decirle que yo tenía su edad cuando Gabo recibió el Nobel, que también lo leí entonces, la primera vez. Me hubiera gustado comparar sus sensaciones con las mías, compartirlas, decirle que hoy día yo también soy escritor. Preguntarle, sin prejuzgarlo, sin dar nada por hecho y sin ánimo de ofenderlo, si él, también quiere acabar como yo quise entonces, siendo Gabo. Y entonces, hablarle claro sin desanimarlo.