Dialogando en el Café Salambó

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martes, 31 de julio de 2018

Ordesa, de Manuel Vilas



Ordesa
Manuel Vilas
Barcelona, 1ª edición de enero de 2018
Alfaguara Narrativa Hispánica
Penguin Random House 
Grupo Editorial S.A.U.

ISBN: 978-84-204-3169-7

Mi lectura de Ordesa no es una lectura más, va a tener consecuencias.
Y sospecho que para Manuel Vilas, la escritura de este artefacto literario va a marcar un antes y un después en su obra. Pero esta solo va a ser una de mis muchas conjeturas. Porque acaso MV ya esté por encima del bien, o empatado con el, con ese puñado de libros de poesía, de relatos y novelas suyas tan personales que he tenido el placer de leer y digerir intelectualmente, desde la comprensión hasta la expresión escrita inevitable e inconscientemente salpicada de efectos; y por encima del mal, el que puntualmente ha acompañado la vida y la mano que guiaba su obra, del mal agazapado a la vuelta de cualquier esquina. Sé perfectamente que MV también es poeta, que según muchos lectores y expertos del asunto MV sobretodo es poeta, pero yo hasta Ordesa no le había leído apenas cuatro poemas sueltos. Y no voy a caer en la evidencia de decir que Ordesa es una obra eminentemente lírica, porque lo que es evidente es que la narrativa de MV siempre ha sido lírica, desde que empecé a leerlo con el libro de relatos Zeta, editado la primera vez por la tristemente desaparecida editorial DVD de Sergio Gaspar, quien ya me hablaba de Vilas como un descubrimiento con futuro hace veinticinco años. MV escribe prosa poética y escribe poesía narrativa, siempre, sin excepción. En MV se da el feliz sortilegio de que detrás de su estilo hay un escritor único desde el principio, alguien que se parece a casi nadie, y un escritor que siempre ha escrito cómo le ha dado la santa gana puesto que en su obra, la forma, inaudita, aplasta al contenido, no porque este no importe, no porque lo contado no tenga valor, que lo tiene, sino porque la forma es de una brillantez y de una desvergonzada naturalidad tales, que pasa por encima de todo lo demás.


Podría empezar, o terminar diciendo lo que publiqué en Instagram justo al cerrar el libro una vez leído: “Espectacular acrobacia literaria. Sin red, todo riesgo”. O bien ir escribiendo una serie de adjetivos para definir la obra que se me iban ocurriendo a medida que devoraba las páginas: visceral, demoledora, sincera, poética, gamberra, desgarradora, atrevida, confesional, verdadera,  generacional, irreverente, transparente, transgresora, tierna, desamparada… y ya tendríamos una buena tarjeta de presentación pero… ¿Y si empiezo la reseña?  Que hay mucha tela que cortar…
Ordesa es lo más parecido a una novela sin serlo, es un texto deliberadamente fragmentario, una sucesión de textos como pedazos de una vida. Una estructura sin otra estructura que la de ciento cincuenta y siete fragmentos y un epílogo final titulado La familia y la Historia que contiene once poemas excelentes. El epílogo, una vez leído, da la sensación de ser el resumen, el destilado, el alma esencial de todo lo dicho en el borbotón de las trescientas cincuenta y siete páginas anteriores… O, jugando a elucubrar, las trescientas cincuenta y siete páginas anteriores bien podrían ser un glosario detallado de los once poemas finales, como si este bloque final de poemas fuera un bonus track de regalo. Un pedazo de regalo.
Los ciento cincuenta y siete fragmentos se mueven por la historia personal de MV sin orden cronológico, sino solo memorístico, de manera que van de un lado a otro según los impulsen el recuerdo del padre, de la madre, de los hijos, o de la rabiosa cotidianeidad, con su autodestrucción y su orfandad incluidas. Recuerdos, sensaciones, pensamientos íntimos, confesiones, testimonios generacionales que sumados, componen una escritura desgarradora, una apertura del alma en canal como hasta ahora no se le había visto a MV, un MV que decide reconocerse vulnerable hasta las trancas.
También es una crónica de la España de las últimas décadas. La España de nuestra generación de cincuentones hoy, de los que ya le hemos visto las orejas al lobo de los cojones. Esa España a la que MV odia y ama a partes iguales, la España recurrente en toda su obra. La España de los que crecimos con el “Un, dos, tres, responda otra vez”, las primeras cajas tontas Telefunken, entonces prometedores oráculos, los pantalones acampanados o con las máquinas del millón y su temido Tilt que sancionaba nuestra impetuosa juventud. Es también la generación de la transición. Y desde esa generación, si a lo largo de todo el libro MV se posiciona hacia algún lugar, lo hace hacia la izquierda y en contra de la derecha pero sobre todo en contra de la iglesia.
Ordesa, de alguna manera también es un manifiesto de la filosofía de lo cotidiano y lo social, entreverado sobre todo de crítica y de ironía. Y de melancolía… aunque, Es una palabra que ya nadie usa. Y la melancolía ahora se llama trastorno obsesivo compulsivo.
Estos son, entre otros, los ingredientes que acompañan al hilo conductor, porque si hay algo que lo arma todo, eso es la muerte tratada desde la irreverencia y convertida en leitmotiv poético. Todo empieza con la muerte de la madre que, sumada a la anterior del padre, lo empujan a un abismo de recuentos, de miedos, de deudas pendientes y de revisión de una vida…. de la absoluta orfandad y del reflejo de sí mismo, como padre, en la indiferencia de sus hijos.
Si tuviéramos que ordenar por temas el torrente testimonial de MV en Ordesa, diríamos que además de la muerte y el recuerdo de sus padres, MV nos habla de su propia paternidad, triste y mal llevada, de su separación, del desengaño de la profesión docente, en una ácida autocrítica no exenta de respeto hacia la excepción, de la pederastia de los curas, de la culpabilidad, del alcoholismo y de lo relativo de los considerados perdedores en nuestra sociedad de consumo, de la escritura y la literatura y de su particular relación con ellas. Pero vamos a aplicar el zoom y más o menos en ese orden, al tratamiento de estos temas. 
El recuerdo de los padres es aplastante, Me enloquece el ruido de fondo de la vida de mis padres sonando en todas partes, y los abre en canal desde el recuerdo que conserva de ellos, que se va diluyendo y que quiere fijar antes de que se desvanezca del todo. Y es un recuerdo mezcla de admiración y de reproche, lleno de absoluta verdad, la suya, desprovisto de pudor e hipocresía. Con su padre se compara constantemente, La obsesión de que somos el mismo hombre la llevo padeciendo desde antes de su muerte, de alguna manera, dice, ambos se dedicaron a lo mismo, ambos viajantes y ambos escribientes, o escritores. Él (el padre) llamaba a sus obras literarias “pedidos y duplicados”…
A su madre en cambio, le atribuye otras cualidades y defectos que reconoce, le han pesado e influido más que los de la figura paterna. Su irreverencia beligerante ante casi todo menos con el orden y las apariencias. Mi madre no entendía la importancia de los papeles. Lo tiraba todo. No guardaba nada. A mi me tiraba los tebeos. A mi padre los papeles. (…) Quería tirar también los libros, pero descubrió que no tenía suficientes figuras y adornos baratos para poner en las estanterías y decidió darles una oportunidad. Se salvaron así los libros.
Pero por encima de todo, lo que más vincula a MV a su madre, es ese cordón umbilical imaginario y eterno, el sentimiento universal del hijo que se sabe acompañado mientras hay vida… Fue la última vez que te vi, mamá, y supe que a partir de ese momento iba a estar completamente solo en la vida, como tú lo estuviste y yo no me di cuenta o no quise darme cuenta. (…)
            Me dejabas tal como yo te dejé.
Y la pasión por la vida: Tus pasiones, mamá, tu obsesión por la vida, me las pasaste a mí. Las tengo aquí, en mi corazón, rabiando.
Así, a lo largo de muchas páginas MV habla del uno y del otro, del padre y de la madre, comparándolos sin remedio, haciendo justicia con el recuerdo y la memoria, y consigo mismo como huérfano. ¿O acaso no fue siempre un huérfano? Mi padre nunca me dijo que me quería, mi madre tampoco. Y veo hermosura en eso. Siempre la vi, en tanto en cuanto me tuve que inventar que mis padres me querían.


Demoledor, tanto como la repetición del conflicto generacional cuando MV, desde su condición ahora ya de padre, el, que tampoco sabe cómo serlo, como nadie lo sabe jamás, se siente tan transparente a ojos de sus hijos, tan solo, tan podre de agradecimientos por parte de estos, tan abandonado. Una soledad de padre que ama irremediablemente a sus hijos y a la que dedica algunos capítulos, ya separado, y ya superada la adicción al alcohol, pero que sobre todo la ilustra uno de los poemas del epílogo final, titulado Daniel y que es, sencillamente brutal.


Repasa también el recuerdo de su primera profesión, porque veintitrés años como profesor de secundaria no podían pasar desapercibidos. Hasta que dijo basta, se acabó, no puedo seguir, y puso punto final a veintitrés años atado a un trabajo lleno de gritos, llenos de “cállense”… Así, en diferentes momentos se carga con toda la ironía y la sensación de victoria, desde la lejanía de quién logró soltar lastre, una profesión que lo hacía infeliz. Es una dura crítica sobre todo al sistema, al planteamiento de la profesión, y de una acidez que no deja indiferente, que molestará a algunos, que hará sentirse identificados a muchos otros a pesar de que la crítica, va dirigida más al entorno y al sistema que  a los profesores, Y aquellos compañeros enloquecieron de medianía y adocenamiento y humillaban y despreciaban a sus alumnos. Aquellos chicos eran humillados y ofendidos por los profesores, esos mediocres con rencor hacia la vida. No todos eran así. Había profesores que amaban la vida e intentaban transmitir ese amor a sus alumnos. Es lo único que debe hacer un profesor: enseñar a sus alumnos a amar la vida y a entenderla, a entender la vida desde la inteligencia (…)
Y va dejando otras pinceladas llenas de ironía en esta línea, Me pasaba el día explicando la tilde diacrítica (…) Y a eso me dedicaba. Me pasé veintitrés años contemplando a ese maldito “tu” o “tú”. Y por eso me pagaban. (…) Y eres un educador. Y tienes que educarlos en valores razonables, tienes que hacerles ver que no se puede ir matando por ahí a la gente. Y cuando te pones a moralizar sobre el asunto, se te duermen. Invéntate una historia, jodido profesor. Solo piensas en tu nómina, pero lo entiendo. (…) Te pagan por explicarles chorradas como la tilde diacrítica; para que no confundan a Quevedo con Góngora, ya ves tú a quien demonios le importa quién era Quevedo y quién Góngora. (…) Los institutos españoles de enseñanza media eran edificios sin gracia, construcciones deficientes, con pasillos ingrávidos, con aulas frías en los inviernos y tórridas ya incluso en las primaveras. Las tizas, las pizarras, la sala de profesores, las fotocopias, el timbre sonando al término de la clase, el café con los compañeros, las tapas defectuosas, mal cocinadas, los bares sucios. (…)
Pero queda un rayo de esperanza y finalmente, reconoce que quizás el fuera el problema, no tanto la profesión. El, que elucubraba ficciones varias en medio del aburrimiento del análisis de las oraciones subordinadas de relativo, Recuerdo esta: “He leído el libro que me prestaste” Pero casi prefería no analizarlas. Nos quedábamos mirando la frase en la pizarra. ¿Qué libro sería? ¿Quién sería la persona destinataria del préstamo? ¿Valió la pena leer ese libro? ¿No hubiera sido mejor que le prestaran cualquier otra cosa, en vez de un libro?  (…) Practicaba una explicación marxista de la sintaxis. Un marxismo cómico, pero al menos nos moríamos de risa.
Y acaba defendiendo, al menos, a sus colegas. Estoy siendo injusto: el único aliado leal de la redención social de los españoles desfavorecidos es el profesorado. Tuve inmejorables amigos allí. Vi profesores excelentes, pero el sistema educativo agoniza; eso es, en realidad, lo que quería decir, es que el sistema educativo ya no funciona porque se ha quedado varado en el tiempo.


El tema de la pederastia lo aborda MV con claridad a la vez que con cierta discreción puesto que del cura malnacido solo nos la inicial, la G, y una fecha, la de 1971, cuando el tenía ocho años. Supongo que no entra a degüello con el personaje por no provocar litigios judiciales. Porque bien podría ser que el cura pederasta aún viva. Da igual, en cualquier caso, creo que estas cosas hay que denunciarlas con todas las de la ley, y parece que nadie se haya librado de esta suciedad en aquellos años. Lo mismo que explica MV, lo recuerdo, afortunadamente no en primera persona, pero desgraciadamente sí en la de buenos amigos de generación. Así lo cuenta MV: Un día de 1971 un cura me llamó. Quería que entrase en el coro del colegio. (…) Recuerdo la sotana. Una sotana en donde abultaba una barriga. Todos aquellos curas estaban gordos. Me habló cariñosamente. El franquismo estaba lleno de curas tarados. Me empezó a acariciar el pelo. Luego comenzó a hundir sus manos en las mías. Yo no entendía nada. (…) No sé hasta donde llegó. No lo recuerdo. (…) Mi inteligencia se rompe, mi memoria se detiene. No sabía qué era aquello, si bueno o malo. Ningún niño lo sabe hasta que pasa el tiempo. Vuelvo una y otra vez a ese recuerdo, intentando averiguar qué pasó, pero hay un apagón. Tras las caricias, hay un apagón. (…) El problema del Mal es que te convierte en culpable si te toca.


Más adelante, hará toda una reflexión mas bien sociopolítica que judeocristiana sobre la culpa, definiéndola así: La culpa es un poderoso mecanismo de activación del progreso material y de la civilización, porque la culpa crea “tejido moral”, y la moral y la ética son los bastiones que mueven la realidad. Sin la culpa, no existirían los ordenadores ni los vuelos espaciales. Sin la culpa, no hubiera existido el marxismo. Sin la culpa, tendríamos el cerebro hueco. Sin la culpa, solo seríamos hormigas.
Finalmente está ese mundo narrativo de MV, esa reflexión constante sobre la escritura y la literatura y su relación con ambos pilares de su persona. Ese universo personal que tiene que ver mucho con la forma de escribir de la que hablábamos al principio y que lo convierte en un escritor diferente, pero diferente, de verdad.
Empezar el libro así es toda una declaración de intenciones y una provocación a su vez, es poner toda la carne en el asador desde la primera línea, es decir, mira, esto no es fácil, ni siquiera sé si es posible lo que pretendo, si puedo encontrar las palabras precisas:
Ojalá pudiera medirse el dolor humano con números claros y no con palabras inciertas. Ojalá hubiera una forma de saber cuánto hemos sufrido, y que el dolor tuviera materia y medición. Todo hombre acaba un día u otro enfrentándose a la ingravidez de su paso por el mundo. Hay seres humanos que pueden soportarlo, yo nunca lo soportaré. Nunca lo soporté.
Pero… en las dos páginas siguientes justifica por qué no le queda más remedio, como un estigma o como la única manera de dar respuestas a mensajes oscuros de la realidad, que escribir y escribir este libro. Y más adelante reconoce que el recuerdo no puede confiarse solo a la memoria y que el mejor lugar para recoger esos recuerdos, es la pantalla de su ordenador. La pantalla del ordenador como lugar de culto y de reencuentro con los fantasmas,
Como yo mandé quemar el cuerpo de mi padre, no tengo un sitio adonde ir para estar con él, de modo que me he creado uno: esta pantalla de ordenador. Quemar a los muertos es un error. No quemarlos también es un error. La pantalla del ordenador es el lugar donde está el cadáver ahora.
Y lo que sobre todo justifica lo inevitable de la escritura, su condena inmaterial y transparente, algo así como una narrativa esquizofrénica propia de MV y acaso de otros tantos escritores, entre los que me identifico; es una voz en off… Siempre me viene bien oír esa voz. Es una voz que procede de mi interior, pero parece una tercer persona. La tercera persona que va en mí. (..)
En otro momento, parece ir aún más lejos en esa defensa a ultranza de la escritura y la literatura como lo que nos define rotundamente, cuando recuerda la sentencia del oncólogo sobre la enfermedad del padre, frente a este, y al propio MV, No creo en los médicos, pero sí en las palabras. No creo que los médicos sepan demasiado de lo que somos, porque desconocen el mundo de las palabras.
O lo que sería lo mismo, casi un silogismo, que los escritores sabemos más de los hombres que los propios médicos, porque los hombres somos palabras, además de células.


Y la forma en la que se concreta esta narrativa inevitable, la materialización última de las palabras es de tal excelencia que lo lleva a uno a no parar de subrayar y anotar fragmentos magistrales, por su lirismo o por la brillantez de la reflexión, y frases lapidarias. Cosas en definitiva que emocionan, conmueven, o provocan una pequeña catarsis lectora. Hay muchos ejemplos, y aunque seguramente cada lector escoja los suyos, una selección de los míos sería la que sigue.
Por ejemplo el capítulo veinticinco cuando se refiere a la verdad: La verdad es lo más importante de la literatura. Decir todo cuanto nos ha pasado mientras hemos estado vivos. No contar la vida, sino la verdad. La verdad es un punto de vista que en seguida brilla por sí solo. La mayoría de la gente vive y muere sin haber presenciado la verdad. Lo cómico de la condición humana es que no necesita la verdad. Es un adorno la verdad, un adorno moral.
Se puede vivir sin la verdad, pues la verdad es una de las formas más prestigiosas de la vanidad.
O este otro, en el capítulo ciento cinco cuando habla del pasado y del recuerdo, de los muertos anónimos, El pasado son muebles, pasillos, casas, pisos, cocinas, camas, alfombras, camisas. Camisas que se pusieron los muertos. Y tardes, son las tardes de domingo, donde se produce una suspensión de la actividad humana; y la naturaleza, que es elemental, regresa a nuestros ojos, y vemos el aire, la brisa, las horas vacías. (…) Los muertos anónimos están libres del ridículo del paso del tiempo. No fueron motivo de fotografías recordadas. Son nadie, son viento, y el viento no hace el ridículo.
No te dejes de fotografiar nunca.
O el final del ciento diecinueve en el que habla con cruda nostalgia de la familia perdida, Mi corazón parece un árbol negro (quizás el árbol negro de la cubierta del libro) lleno de pájaros amarillos que chillan y taladran mi carne como en un martirio. Entiendo el martirio: el martirio es arrancarse la carne para estar más desnudo; el martirio es un deseo de desnudez catastrófica.
El martirio, me atrevo a añadir, quizás haya sido escribir este libro, para liberarse MV y desnudarse hasta los tuétanos.
Y luego están las frases lapidarias, dejadas caer como obuses en medio del discurso. Que a veces son desarrolladas y otras no, como para que el lector se las apañe con su forma de entenderlas.
“El dinero es el lenguaje de Dios”… “es la poesía de la historia”, “…el sentido del humor de los dioses” (páginas 76 y 77)
No esperes a mañana, porque el mañana es de los muertos. (p.123)
Cuanto más pobre se es en España, más se ama la Navidad. (p.159)
La fecha de caducidad es una fecha fúnebre. (p.222)
Las nubes enmudecen a tu paso hacia el olvido absoluto. (p.229)
La mayoría de ellas, son puras sentencias en verso que nos remiten a una forma de ver el mundo. Y para mí, la mejor de todas, porque añade un punto enigmático que a mí me gustaría jugar a desvelar o, al menos, a dar mi interpretación:
Reformar el pasado es imposible, pero tal vez no. (p.302)
No me queda otra forma de entenderla que substituyendo la locución adverbial tal vez, por la palabra escritor. Porque el escritor es el único capaz de inventar pasados aunque paradójicamente en esta ocasión Manuel Vilas, seguramente no ha querido hacerlo y se ha abandonado a la verdad. Porque la necesitaba. Porque la literatura lo ha curado, porque mostrar como es el dolor, ayuda a superarlo.
Y como colofón final de la terapia, en el último capitulo MV se remonta al recuerdo inventado de la misma noche de su concepción, allá por el mes de noviembre de 1961, cuando desde el amor y el placer, empezó toda la verdad de la vida y la muerte.

4 comentarios:

  1. Buena reseña, Jordi. Ya hablaremos. Felicidades y un fuerte abrazo.

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    1. Gracias Eugenio, me honra el elogio viniendo de ti. Hasta pronto.

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  2. Un nuevo deleite después de haber leído la novela, leer tu reseña, acertada y profunda. Enhorabuena Jorge.

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